AUTOR: Gillean K. Mulderson

DISCLAIMER: Lo sé, lo sé: Mulder, Scully y todos los demás pertenecen a la terrible y genial mente de Chris Carter y la Ten Thirteen, a la piel de DD y GA, a Fox y a todos los Copyright que se les ocurra poner, pero la imaginación es nuestra, y tenemos que entretenernos en algo hasta que empiece la octava temporada.

SPOILER: Ninguno en especial, aunque podría suceder al principio de la 7ª Temporada.

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TIPO: Un poco Weird, un poco UST. La fórmula que nos tiene en vilo desde hace siete años.

DEDICATORIAS:

A Alexfiles, por alentarme tanto... a no hacer esto;

A mi querida Missy: en los claroscuros, en la luz y en los sueños que un día se cumplirán;

A Ana, porque, ya sabes: “...We see things that they´ll never see...”;

A Scu, para que LeBrock descanse en la sombra de Lestat;

Y especialmente a todos los que han esperado ver a LeBrock una vez más en estas calles nevadas, infinitamente agradecida por sus palabras de aliento y cariño.

Gracias a todos ellos, y a quienes se molesten en leer una posibilidad más en un infinito mundo de posibilidades...

 

 

INVIERNO EN NUEVA YORK III

 

Vampiros modernos y viejos legados.

La herencia de Stone.

 

 “ No hay otros mundos,

  pero sí hay otros ojos...”

Mar Antiguo”. Quimi Portet.

 

 

12TH STREET Y PINEWOOD, QUEENS, 21.47 PM.

FONDOS DEL “W BAR”

 

-Stone- dice LeBrock con voz ronca.

     Hay un golpe sordo tras de mí que rebota en las paredes oscuras junto con el murmullo del viento nevado, pero no puedo ver otra cosa que a este gigante vestido de negro que parece formar parte de la noche. Los ojos son enormes y azules, semiocultos por las cejas negras de un individuo que debe medir cerca de los dos metros. Está de pie, inmóvil tras de mí, pero parece a punto de atacar.

 -¡FBI, deténgase allí!

     El gigante parece tallado en piedra. Me mira un instante y luego levanta sus helados ojos hasta LeBrock, envuelto por los remolinos de viento.

 -No he venido por ti. Toma a tu compañera y vete.

     Sólo al mirar de reojo a LeBrock me doy cuenta de que ha soltado a Scully, aunque no puedo verla por ningún lado. De un salto prodigioso, LeBrock baja hasta los montones de nieve y basura, sin dejar de mirar al extraño. Tengo la repentina idea de que mi arma no servirá de mucho en estas circunstancias. Quizá debí traer la estaca después de todo.

 

 

 

 

 

 

     Nunca me ha gustado la nieve. Es lo más cercano a la vida oscura de estos seres que persigo: tumbas blancas, infiernos callados. LeBrock me mira una vez más a través de esta distancia pequeña; hace años que no lo tengo tan cerca. Esta vez es la definitiva: él y yo lo sabemos. Este delgado hombre que apunta con su arma de juguete ve ahora cosas que los mortales de su mundo nunca verán. Quizá su vida cambie para siempre hoy.

 -No he venido por ti. Toma a tu compañera y vete- “toma tu oportunidad, tómala con las dos manos y corre.

 Nunca como ahora tendrás el destino en tus manos”.   

 -¡FBI!- repite él, apuntándome al pecho. LeBrock, que ha bajado a nuestro nivel para enfrentar su destino, avanza un paso tras de él, y el hombre se vuelve para apuntarlo también-. ¡No se mueva más, LeBrock! ¿Dónde está Scully? ¿Qué ha hecho con Scully?

     Algo se mueve levemente entre la basura. La mujer no ha sufrido daño, pero él está demasiado asustado para verlo. LeBrock camina lentamente hacia mí; sus ojos brillan furiosamente en la noche gris, y el hombre no deja de apuntarlo, con el cabello mojado por la nieve y la voz firme.

 -¡Deténgase, LeBrock! ¿Dónde está Scully?

     Me acerco a las montañas de nieve blanca y bolsas negras. Ella no pesa más que un niño, y por un momento leve, el recuerdo de otro rostro apoyado contra mi pecho parece apaciguar todos los sonidos. Hay un hilillo de sangre bajando desde su boca, y sé que si ella es la elegida de LeBrock, su sangre debe ser fuerte. Tiene los ojos cerrados, y es mejor así; los recuerdos no llegarán a ella por las noches para poblar sus sombras de terrores.

     El harapiento viejo tendido entre los montones de basura no respira casi, con los ojos abiertos mirando al vacío. LeBrock ha bebido la sangre de su discípulo y ahora ha renovado una vez más los votos de su herencia milenaria. Es invulnerable otra vez, y no teme a nada.

 -Toma a tu mujer y vete- “tómala”, pienso casi en voz alta; “busca las calles llenas de gente, las luces. Sal de aquí y nunca mires hacia atrás”.

     El hombre me mira casi demudado. Hay en sus ojos una inteligencia que no esperaba; me contempla un instante como si supiera ver más allá de las apariencias, de los ojos que han visto más vidas que estrellas hay en el cielo, y después baja la mirada hacia la mujer que sostengo en mis brazos, como si nunca la hubiera visto antes.

     Es bella, a pesar de las manchas de humedad y hollín; tiene suerte de estar aún con vida. LeBrock aprovecha este instante de quietud para avanzar más. No queda tiempo para meditaciones, preguntas o discursos sentimentales; lanzo a la mujer hacia los brazos de su hombre antes de lograr prepararme para el ataque de LeBrock.

     Él cae hacia atrás con la muchacha en brazos antes de parpadear siquiera, y la nieve amontonada amortigua un poco el golpe. LeBrock cae sobre mí en un intento por derribarme, pero también yo he aprendido con los años, en las interminables escaramuzas y las peleas en oscuros callejones. Lo esquivo con facilidad, y él pasa junto a mí como una exhalación.

     Salta sobre las cajas como una rata, hasta balancearse en el filo resbaloso del muro.

 -Has practicado; antes no eras tan rápido- dice, casi sin jadear, y sonriendo con la misma mueca de su padre y su hermano pequeño. La mirada verde de sus ojos traspasa cada cosa en que se detiene, y sé que de algún modo puede ver mi interior-. Has tardado en encontrarme.

 -Sólo he esperado- respondo quedamente. Hubo un tiempo en que la anticipación, el poder y la infinita seguridad de hacer lo correcto bastaban para emocionarme; no sé dónde ha quedado esa parte de mí, no sé si querré recuperarla siquiera-. Quería ver cuántos aprendices debía desaparecer antes de llegar a ti.

 -Sí, sé que conociste a Will; me han dicho que aún no hallaron su cabeza. Qué saben ellos, Hunter. Quizá en tu mitología infantil creas ser mejor que nosotros, pero sólo eres una alimaña que se alimenta de nuestros desperdicios. También necesitas la eternidad que te da la sangre. Hay una frase que dice que no debes morder la mano que te da de comer.

 -Hay una frase que dice- murmuro yo, sacando la estaca de su sitio junto a mi corazón-, que llegará el día en que también la oscuridad se apagará.

     LeBrock ríe, una mueca cruel de sus labios finos.

 -Lo recordaré para tu epitafio. Los seres de la oscuridad como nosotros necesitamos también algún consuelo- y alzando los brazos hacia la noche, se lanza hacia mí para que ambos cerremos alguno de los dos círculos eternos.

 

 

 

 

 

 

 

     Sé de alguna manera que estoy demasiado débil para ser el vencedor, pero no puedo echarme atrás. La sangre que bulle en mis venas, que se derrama en mis oídos, sólo me lanza hacia delante para vencer a Stone. Podría huir si quisiera: no sería la primera vez, pero Hunter me conoce, lo sé; y yo lo conozco, pero lo que ha venido a buscar no lo hallará jamás. Mi raza se extingue en este mundo de conocimientos y verdades, agostada por el peso de una herencia fuerte y valiosa. En otro tiempo éramos reyes de un imperio oscuro pero poderoso; ahora sólo somos mendigos de la tierra, buscando los lazos rojos de la sangre que desaparece.

      Hunter Stone vencerá hoy, y es extraño, no tengo miedo. No será su venganza definitiva la que triunfe; él ha de perder más que yo. En algún lugar de estas tinieblas me espera otra clase de eternidad, menos dolorosa quizá: me esperan mi padre, Ewan y Lisle. Tal vez estén en el infierno, como lo estaré yo, pero ese es sólo otro reino oscuro, no demasiado diferente para mí.

 

 

 

 

 

 

 

     Scully no parece siquiera respirar, apoyada en mi pecho de cualquier manera, tal como la dejó el gigante que LeBrock llama Stone. El arma yace brillante junto a mis pies, abandonada en la nieve gris, pero ni siquiera puedo enderezarme, casi ciego en esta oscuridad de callejón en la que intuyo las formas más que verlas. Ellos están aquí, susurrando cosas en la noche, batallando como dos animales ofuscados por el instinto; hablan en un francés extraño, donde hay palabras que no reconozco, y chocan contra las cajas, y caen en la nieve. 

     Los quedos sonidos tropiezan en mis oídos como oscuras sombras. Trato de levantarme con Scully inconsciente en mis brazos de arriba de lo que debe ser una bolsa llena de latas, y ella gime levemente, como música para mis oídos. Abre los ojos apenas, y me mira.

 -¿Mulder? ¿Qué sucedió?- susurra casi sin voz.

 -LeBrock está aquí, peleando con otro hombre. No puedo ver sin mi linterna.

     Todo sucede con una velocidad impresionante. Ella se incorpora de esta maraña de basura y nieve, se toca la cabeza y se levanta, buscando en el brillo gris de la noche nublada los rastros de su arma. Las voces suenan cercanas, lo mismo que los sonidos apagados.

 -Allí- dice Scully, y se inclina sobre un montón de nieve.

 -Dime dónde está Clare- dice el gigante en la noche oscura. Está jadeando; puedo oírlo tan claramente como si estuviera a mi lado-. ¡Habla, LeBrock!

 -Ella te encontrará primero- dice LeBrock, con voz sonriente-. No la busques, que ella vendrá a ti y te matará.

 -Dime dónde está Clare.

 -Vamos, Hunter, después de tantos siglos, ¿todavía la esperas?

 -¡Habla, maldito seas!

 -Sólo espera. Sólo espera y verás.

 -¡Alto!- grito con fuerza, intentando enfocar en esta oscuridad aparente el lugar de donde vienen las voces. Scully trastabilla un poco en la resbalosa nieve, sosteniendo el arma con las dos manos, igual que yo-. ¡FBI! ¡Deténganse!

     Hay en este aire frío y quieto una sombra de espera que hace latir mis oídos. El silencio repentino en el que avanzamos Scully y yo parece grueso e impenetrable, hasta que un grito inhumano hiende la noche, paralizándonos. El animal al que han herido grita con fuerza, y estúpidamente me pregunto si es posible que mi corazón lata tan fuerte.

 -¡Alto!- grita Scully, corriendo junto a mí hacia la maraña de sombras. El hombre gigantesco llamado Stone está de espaldas a nosotros, inmóvil en la oscuridad-. ¡Las manos en alto, donde yo las vea!

     Él se vuelve lentamente, pero no levanta las manos. Aún en estas tinieblas grises del invierno, las sombras de la sangre se adivinan cubriendo su rostro y sus manos. No puedo verle bien la cara, pero mis ojos van como por voluntad propia hacia el arma extraña que sostiene. Parece una espada de madera negra, con una cruz egipcia en la empuñadura: no lo veré nunca, pero de alguna manera sé que está barnizada por miles de símbolos rituales. Scully levanta más su arma, y apunta a la cabeza.

 -Suelte eso, señor, y ponga las manos detrás de la nuca.

      A veces me pregunto si en algún momento de mi vida he sido yo así de valiente.

 -¿Dónde está LeBrock?- pregunto en cambio. Stone me mira, y ese es el único movimiento que hace.

 -LeBrock no está aquí- responde él, y baja la mirada de nuevo hacia Scully-. Está sangrando.

 -¿Qué le ha hecho a LeBrock?

 -LeBrock no está aquí, señora, y dé las gracias a alguno de sus dioses por ello. Usted era su próximo objetivo, y créame, no le hubiera gustado saber para qué.

     No puedo hacer más que mirarlo. Sólo sus ojos parecen vivos, llenos de una luz rara al mirar la tenue red de sangre del labio de Scully, pero antes de poder hacerla retroceder presintiendo el peligro, él se aleja apenas un paso hasta la sombra más profunda y desaparece.

     Sólo así. Desaparece en la noche, contra el muro de cajas y nieve, como si fuera sólo una aparición maliciosa, un engaño de nuestros ojos.

 -¿Has visto eso?- susurra Scully, casi sin voz.

 -Sí- respondo apenas, de cara a la pared de cajones apilados, al moho de invierno de la medianoche. No puedo soltar mi arma; como si un sexto sentido me avisara que aún está aquí, mis ojos tratan de acostumbrarse a esta oscuridad aparente, a este gris de nieve que hiere los ojos. De pronto, al avanzar un poco más, me parece resbalar en un charco oscuro.

 -¿Qué demonios...?

      Hay algo en el suelo frente al muro, un montoncillo pequeño de algo negro y seco. Me inclino a tocarlo, y es como ceniza; un rescoldo aún caliente de ceniza y polvo.

 -¿Qué es eso, Mulder?

     Sus ojos parecen desorbitados en esta oscuridad. Nada me gustaría más que tener una respuesta cierta que calme su corazón científico y al mismo tiempo tenga un sentido en esta encrucijada de teorías que puebla mi cabeza. No hay una sola verdad, eso es lo único que sé.

 -Creo que es LeBrock- respondo en cambio, y entonces las primeras gotas minúsculas de nieve empiezan a caer silenciosamente.

 

 

 

 

 

 

VUELO 455, NUEVA YORK-WASHINGTON.

25 DE ENERO DE 2000. 20.32 PM.

 

     Poner en un informe los sucesos de estos últimos días parece raro y contradictorio. Las pruebas de ADN que confirmen o nieguen que las cenizas halladas en los fondos del “W Bar” sean las de Adam LeBrock tardarán aún unos días más, y me remitirán los resultados al Bureau; finalmente, la coincidencia de las huellas dactilares de Will Castle con la mano encontrada en el cuerpo desmembrado ha cerrado uno más de los misterios. Nadie se presentó a reclamar el cuerpo del infortunado vagabundo que falleció entre las cajas del callejón, semidesangrado por dos extraños orificios en el cuello. Las exhaustivas investigaciones en el departamento de LeBrock no dieron nuevos indicios que probaran que él era el asesino que buscábamos, pero al mismo tiempo los hechos delictivos han cesado. La barra parpadeante de la pantalla de mi ordenador portátil repentinamente me recuerda que he dejado de escribir. Aún tengo que pensar; presentar un informe detallado a Skinner puede esperar un poco más.

     Mulder mira por la ventanilla este mundo de nubes blancas. Parece dormido de tan quieto, aunque no cometeré el error de pensar que esta quietud aparente no esconde la mente más vivaz que encontré jamás. Ninguna de las respuestas lo han satisfecho, y a pesar de sus locas teorías que han ganado más de una mirada incrédula, sé que nadie logrará convencerlo de lo contrario.

 -Estás pensando en LeBrock, ¿verdad?- él me mira en silencio, sus hermosos ojos llenos de sombras-. En cómo pudo desangrar a ese hombre sin ni siquiera una aguja. En el cadáver de Castle, en el montón de ceniza. Mulder, no puedes esperar sinceramente que la gente crea que un vampiro de verdad hacía esas cosas; estoy de acuerdo conque LeBrock sufría algún tipo de desorden psicológico que lo hacía creerse un descendiente de Drácula, y sabes tan bien como yo que una droga potente puede hacer que la fuerza normal de un hombre se multiplique. Pero nada más. Los vampiros no existen. Sólo porque un hombre del medioevo en Transilvania decidiera desangrar a sus enemigos de guerra, se ha tejido una maraña de insensateces sobre vampiros y murciélagos en la noche. Nadie puede sobrevivir bebiendo sangre humana; el proceso de oxidación celular que produce el envejecimiento no puede detenerse a través de la sangre de las personas jóvenes. Es una estupidez.

 -Estaba pensando- responde Mulder después de un segundo de silencio-, en que quizá no dejé comida suficiente para mi pez.

     No puedo evitarlo; él sabe que sonreiré. Solamente Mulder puede decir las cosas que piensa sin pronunciar una sola palabra.

 -¿Qué es lo que te preocupa? Las pruebas después de todo sólo apoyan la teoría de un asesino serial que se complacía en beber sangre. No hay nada portentoso en esto. LeBrock, y en apariencia también Castle, sólo eran dos locos que creían en la inmortalidad.

 -¿No has pensado siquiera una vez en ella también tú, Scully?

 -¿A qué te refieres?

 -A través de los siglos, el hombre ha esperado llegar a ese lugar que lo asemeja a los dioses: espera ser inmortal, ser poderoso de alguna manera que nadie más haya logrado. ¿Y si eso en realidad es posible? Hemos encontrado en el apartamento de LeBrock fotografías del año 1891 que no pueden ser de otra persona que no sea él. Litografías del siglo XVIII con su cara.

 -Pueden haber sido antepasados suyos, Mulder. La genética tiene taras sanguíneas en su herencia que son repetitivas, como las enfermedades, el color de los ojos, hasta la misma predisposición a una alergia particular. Esas pruebas que para ti son casi irrefutables no sobrevivirían a un estudio exhaustivo. LeBrock era sólo un demente, Mulder, no un vampiro. Si hubiera sido un ser de poderes sobrenaturales, ¿cómo explicas que alguien lo haya matado? Y por favor, no menciones de nuevo esa estaca, o me pondré a gritar.

 -Tú también viste a Stone.

 -Yo estaba atontada por el golpe, era de noche y la visibilidad era casi nula; un hombre que luchó contra LeBrock en la oscuridad no necesariamente tiene que ser un cazavampiros. Quizá nunca podré explicar del todo cómo redujeron a LeBrock a cenizas sin la ayuda de algún aparato de combustión lo suficientemente potente, pero la explicación debe ser más simple de la que supones.

 -Lo mismo podría decirte a ti- cruza las manos sobre su vientre, con la cabeza apoyada indolentemente contra el infernal asiento del avión mientras me observa; no sé cómo lo logra: a veces siento que la que da explicaciones descabelladas para un hecho sencillo de entender soy yo y no él.

 -Mulder... - empiezo con tono cansino, que espero sea el preludio para un cambio de tema. Una azafata (la misma que nos ha preguntado ya tres veces si deseábamos algo, cuando en realidad sólo mira a Mulder), se inclina junto al asiento al lado del mío, donde he dejado mi notebook y mi abrigo, y se levanta con una sonrisa de dentífrico engrapada en sus labios rojo sangre.

 -Señora- dice con el tono condescendiente que debe tener reservado a las ancianas y a las maestras de escuela-; se le cayó esto.

     Un pesado anillo de oro con un rubí descansa en la palma de su mano. Abro la boca para negar la posesión de esa reliquia de dudoso gusto, al mismo tiempo que mi cerebro busca frenético la frase apropiada para que deje de buscar excusas para acercarse a Mulder, cuando mi compañero, con unos reflejos excelentes, se inclina sobre mí y toma la joya.

 -Querida, tienes que tener más cuidado- dice, sonriendo de esa manera tan suya, que deja taquicárdica a la azafata. No sé a quién gritarle primero, pero Mulder, al tomar mi mano y apretarla cariñosamente, me deja muda de asombro. Tal vez la abertura de mi boca dibuje una “O” perfecta-. Sabes que es el anillo de mi abuela.

 -Pero Mu...

 -No te preocupes: la guardaré yo hasta que ajusten el anillo a tu tamaño. Gracias, señorita.

 -Es un placer- dice ella, y cualquiera diría que acabara de ganar alguna medalla olímpica por el brillo de su sonrisa. Apenas se aleja por el pasillo, me suelto de la mano de Mulder, que hasta ha osado acariciar la yema de mis dedos enviando relámpagos de escalofríos por toda mi espalda. Antes de empezar a gritarle, él se inclina hacia mí con el anillo en la mano, y dice, casi sin aliento:

 -Mira, Scully. Mira esto.

     Dios, aunque el anillo parezca de oro auténtico, he visto cosas más bonitas en una fiesta de Halloween. Quizá haya rodado desde alguno de los asientos de enfrente; no me extrañaría que la azafata lo hubiera traído pateando desde la cabina del piloto. Pero de pronto el resplandor del rubí, antiguo pero no por eso menos brillante, atrapa mi mirada, tratando de buscar en mi mente algo que me parece recordar. Delicadas manos de largas uñas parecen abrazar la piedra roja, engarzándola al anillo. Rodándolo entre sus dedos, Mulder lee en voz alta la inscripción de su interior:

 -Aeternum vitae.

      LeBrock. Recuerdo la sensación de la fría piedra contra mi garganta, los retratos gastados, las fotografías. Es el anillo de LeBrock.

 -Pero... no puede ser.

 -Vida eterna- musita Mulder en voz baja, y me mira a los ojos. Casi puedo escuchar su mente rebuscar en explicaciones paranormales; el brillo de su mirada lo delata-. LeBrock te dejó esto a ti.

 -Es imposible. Envié toda la ropa a la tintorería del hotel apenas llegamos; no podría habérseles pasado por alto un anillo de este tamaño. Alguien debe haberlo puesto después.

 -Stone dijo que tú eras la elegida de LeBrock, ¿recuerdas? Quizá no se refiriera a que tú eras su siguiente víctima, Scully.

      Oh, no. No consentiré bajo ningún punto de vista que empiece a hablarme de que me crecerán alas, colmillos descomunales y sentiré la compulsión de morderle el cuello a cualquiera que pase. No me gusta esa mirada llena de expectación, que nunca trae nada bueno a la larga.

 -No.

 -Quizá se refiriera a que te dejaba un legado más valioso. Quería algo más de ti que tu sangre, Scully.

 -¿Ah, sí? ¿Qué podría querer LeBrock de mí? ¿Cobrar mi seguro? ¿Mi pensión del FBI? ¿Mi cuerpo?

 -No lo culparía- musita Mulder tan bajo que casi tengo que dejar de respirar para oírlo por sobre el incesante ronroneo del avión. Seguramente no debo haber escuchado bien, porque está mirando fijamente el anillo, como si allí estuvieran escondidos los secretos del universo. Entonces habla en voz bien alta, con la seguridad que acompaña sus teorías más absurdas-. Seguramente si pudiéramos investigar realmente qué clase de anillo es...

 -Mulder...

 -... podríamos determinar entonces el significado...

 -Mulder.

 -... de estos símbolos rituales que aparecen incrustados...

 -¡Mulder!

 -¿Qué?

 -Déjalo. Déjalo ya, por favor; LeBrock está muerto, lo mismo que Will Castle, lo mismo que cualquiera que pueda haber sido testigo de su accionar. La policía de Nueva York se encargará de encontrar a ese Stone, quienquiera que sea, ya que está bajo su jurisdicción. Nuestro trabajo terminó.

 -¿Y lo que vimos, Scully? Hemos visto a LeBrock, a su iniciado, a Stone. Hemos visto una sangre desconocida, un cuerpo que se desintegraba a la luz del sol. Un hombre que en un instante se transformó en un montón de cenizas. Y este anillo te lo dio a ti aún antes de saber que Stone lo mataría.

 -Si es verdad lo que dices, si LeBrock hubiera sido un ser inmortal, Stone no tendría que haber tenido el poder de matarlo. ¿No entiendes? Estamos hablando de cosas imposibles.

 -Hemos visto cosas que nadie más verá nunca, Scully. Cosas que sólo nosotros veremos- me mira con sus ojos imposibles, cargados de calor. Presentaré mi informe médico a Skinner; haré una elaborada síntesis de mis impresiones de este caso, pero sé que Mulder hallará su propio camino, las respuestas que más lo satisfagan. Y a pesar de mi frustración por no poder hacerle ver la lógica de los razonamientos, una parte de mí admira ese ímpetu, esa especie de alocada fe que quizá nunca he tenido. Que quizá tampoco querría tener-. La sangre es sólo un ritual de purificación y de renovación; LeBrock tenía más que eso, y es posible que este anillo sea una pista.

 -Mulder...

 -Perdonen- dice una voz a mis espaldas, y resignadamente elevo los ojos hacia la impecable morena que me ignora otra vez-. Aterrizaremos pronto; ¿podrían ponerse los cinturones de seguridad?

     Mulder se guarda el anillo en el bolsillo de la americana después de rodarlo una vez más entre sus dedos. Su mente está a muchos kilómetros de aquí, pensando en encontrar sus respuestas de alguna manera; sé que sorprenderá a Skinner con sus conclusiones, de la misma manera que sé que tarde o temprano ese anillo descansará en el fondo de una caja de evidencias de un caso extraño en la inmensa ciudad de Nueva York.

     Es invierno en Washington también, pero de alguna manera sé que nunca hará tanto frío como esa noche en el oscuro callejón, mientras LeBrock deslizaba sus dedos por mi garganta y sentía la nieve golpearme suavemente. A pesar de las teorías de Mulder, la pequeña eternidad que son los recuerdos duran mucho más que la sangre o las cenizas.

 

 

 

 

 

 

 

 -¿Su equipaje, señor...- el agente de aduana contempla los papeles un instante- Stone?

     Hunter Stone abre los cierres de una bolsa negra, llena de ropa de calle, de fotografías viejas, y observa impasible cómo el joven de uniforme lo observa todo rápidamente y revuelve apenas las cosas. Hace un ademán de cerrar de nuevo, cuando el hombre frunce el ceño.

 -Espere, ¿qué es esto?

     Hay un mango redondeado sobresaliendo de un bolsillo al fondo de la bolsa de viaje; una especie de arma de madera negra llena de símbolos de serpientes y ángeles negros de largos colmillos. Como un diseño de complicadas letras, una cadena de palabras envuelve los dibujos. “Aeternum vi...”

     Hunter toma el brazo del hombre con fuerza, sin decir una sola palabra. La profundidad de sus ojos azules parece interminable y helada como un iceberg, pero el hombre no puede apartar la vista. Como si todos sus pensamientos se hicieran humo, parece que la profunda voz de Stone llena todos los resquicios de su mente. Él sólo puede mirar, impotente, cómo Stone lo suelta, cierra la bolsa de una vez y se aleja sin mirar atrás.

     Los altavoces del aeropuerto suenan con varios mensajes distintos, perdidos en el mundo de voces y despedidas de ese mar de gente.

 -Los pasajeros con destino a Washington, favor de abordar por la puerta 62...

     Washington. Bonita ciudad, piensa Stone; por lo menos más tranquila que Nueva York. La noche lo espera afuera con sus miles de estrellas parpadeantes, con sus ruidos de motores y sus sombras acechantes. Pero siempre hay viejos conocidos en esa oscuridad. Siempre hay sombras que volver a encontrar.

     Siempre hay alguien, entre las luces y las sombras, esperando su destino.

 

 

FIN