Nombre del Fanfic: Cicatriz en forma de X
Capitulo: Uno
Autor: MadGiver
Dedicado a: Todos los fans que retrasaron la hora de irse a dormir para ver la serie, y a los que llevan a Mulder y Scully en el corazón.
Clasificacion: Mission X-Files
Romance
Accion
Suspenso
Angst / Drama
Fanfic: 1
El agente especial del FBI Fox William Mulder tenía su pistola reglamentaria en la mano derecha y una botella de licor de malta en la izquierda. La botella estaba casi vacía. En la recámara de su glock había una única bala. En la penumbra de la habitación, en el silencio de su piso, Mulder tiró del percutor hacia atrás y se llevó el cañón a la sien derecha, ahora encanecida. Tenía 47 años y había visto demasiadas cosas. Algunas, incluso puede que fueran ciertas. Cerró los ojos y se preparó para decir adiós. Un último rostro apareció por su mente, y a pesar de la sencilla alianza que ceñía su anular, no fue el de su esposa. No. Ésta era una cara más añorada. Vio su melena pelirroja y su tez blanca como nieve virgen. Los ojos le escocieron de lágrimas, pero fue sólo un instante. El índice abrazó el gatillo y comenzó a asfixiarlo.
En ese momento sonó el teléfono. Mulder abrió los ojos verdes y atónitos y observó el aparato, descolgado, tirado en el suelo. Sonó un nuevo timbrazo que le sacó de su ensimismamiento e hizo que le recorriera un escalofrío. Por fin con la tercera llamada logró notar la vibración y se dio cuenta de que era su móvil el que sonaba. Otro misterio que se disolvía en el aire como volutas de humo.
Dejó el arma y los restos de licor sobre la mesita y abrió su blackberry.
- ¿Sí? –dijo con una voz que no logró disimular del todo la aflicción y el aguardiente.
- ¿Fox? –preguntó una voz de mujer. Una voz con un vago aire familiar. Demasiado vago, quizás.
- ¿Sí? –repitió.
- Soy Margaret.
Los ojos verdes volvieron a escocerle con la promesa de nuevas lágrimas. La voz de la madre se parecía mucho a la de su hija, salvo por el tono autoritario y la jerga de forense.
- ¡Margaret! Debí… debí haberte llamado –se disculpó-. Lo siento. Siento mucho no haber ido al funeral.
Del otro lado de la línea llegó un suspiro largo y profundo, cargado de dolor.
- Fox, tienes… ¡Oh, Dios mío! Tienes que venir, por favor. Hay algo que… no sé.
- No creo que sea buena idea, Margaret. Ahora mismo no es un buen momento –se disculpó, todavía con los ojos fijos en el cañon.
- Por favor, es importante. Es una locura, lo sé. Pero, si alguien puede entenderme eres tú, Fox. Necesito que veas una cosa.
Mulder miró la pistola cargada sobre la mesita. Incluso allí tumbada estaba apuntándole. Seguía siendo un hombre en el patíbulo con demasiado alcohol en la sangre y muchos recuerdos confusos en la cabeza.
- Iré –le prometió, y colgó el teléfono un segundo antes de comenzar a llorar de nuevo.
2
El soldado Philip Reinolds tenía 21 años y llevaba tres sirviendo en el ejército. De ellos la mitad los había pasado como vigilante de seguridad en algunas de las más extrañas localizaciones propiedad de la armada estadounidense, donde había llegado a conocer a las personas más raras de cuantas recibían su nómina del gobierno. Reinolds era discreto y obediente. Jamás cuestionaba una orden y no hacía preguntas. Ni siquiera ahora, delante de aquel extraño que lucía un peinado militar y un lustroso traje negro como el de un solista de jazz o el chofer de un coche fúnebre. Por su complexión física y la tersura de su piel no parecía mayor que él, pero la sombra y el color ceniza que brillaba en los ojos del desconocido parecían viejos como el mundo.
- ¿Están todas las carpetas, hijo?
- Sí, señor –le contestó con firmeza, como si se estuviera cuadrando ante su sargento de instrucción.
- De acuerdo, puede retirarse.
Philip le dedicó una última mirada de duda mientras se fijaba en la pequeña fortaleza que aquel hombre había construido con las cajas y documentos que le había estado llevando. Todas y cada una de ellas habían llegado hasta aquella apartada base de Virginia en enormes todoterrenos negros que olían a federales desde el otro lado del condado. Ahora, en la inmensidad de la nave que en otro tiempo había albergado potentes cazas y aviones espía sólo quedaba un viejo escritorio de madera, un flexo y una silla de oficina en cuyo respaldo el tipo del traje negro dejó su americana. Después sacó de sus bolsillos un paquete de cigarrillos de marca Morley’s, encendió el primer pitillo de la noche, y abrió una carpeta aparentemente al azar. Philip Reinolds, normalmente discreto, pudo leer en la distancia dos palabras tatuadas en la portada de aquellos documentos. Decía: ‘X Files’.
3
Eran las ocho de la tarde y la claridad del día estaba desapareciendo como los faros de un coche adentrándose en la niebla. La tarde estaba fría, propia del mes de noviembre, y el cielo plomizo presagiaba lluvias. En el cementerio de Berkley reinaba el silencio de los muertos interrumpido sólo por el intermitente ulular de lejanas lechuzas.
Mulder recorrió el camino de tierra con los ojos clavados en sus deportivas blancas. Desde que dejara de ser un agente de campo había abandonado su habitual traje, su corbata negra y sus zapatos de piel. Ahora lamentó no haberse vestido de forma más elegante para ofrecerle sus respetos a la difunta.
La tumba de Dana estaba en la séptima fila de lo que parecía ser una minúscula colina verde. Su lápida, sencilla y con un discreto crucifijo en lo alto, se recortaba contra el fondo gris de la tarde. Mulder hundió sus manos en los hondos bolsillos de su abrigo y caminó cabizbajo hasta el lugar.
Dana Katherine Scully
23 – 02 – 1964
18 – 10 – 2008
Amada hija y querida hermana.
Durmió en la FE del Señor.
Mulder no tenía flores que ofrecerle, pero se arrodilló en el suelo y besó la piedra pulida como si le estuviera dando un beso de buenas noches.
- Lo siento –dijo. Y alguna especie de ave le respondió a lo lejos. Después Mulder cerró los ojos y dijo simplemente:- Te quiero.
Fue al levantarse, después de sacar el arrugado mapa de sus bolsillos para buscar la casa en que vivía la madre de Dana cuando vio una sombra a lo lejos. Una figura, vestida de negro, que se había ocultado tras un árbol. Sin ser consciente del todo, sus músculos se pusieron tensos y sus reflejos, entrenados durante años, parecieron despertar. Instintivamente su mano buscaba la funda del arma, pero no la llevaba consigo. Tampoco su identificación. Oficialmente, no trabajaba para el FBI. Sus breves colaboraciones con los Federales trazando perfiles eran una manera de redimirse. Todo el trabajo lo realizaba desde casa. El buzón y una dirección de e-mail era el único contacto con su vida pasada. Una excusa para que el Gobierno, que tras el cierre final de los Expedientes X le tenía fichado, no iniciara su búsqueda y captura. De hecho, sólo unos pocos agentes sabían que en realidad Fox Mulder aún colaboraba con el departamento, y esas personas no siempre eran aliadas. No. Mulder ya no era ningún muchacho con una placa y una sirena en el coche a la caza de los más buscados. Ahora era un civil, y como civil, una sombra en un cementerio no tendría que haber significado nada. Aún así Mulder volvió al coche con los sentidos alerta, y cuando llegó hasta la puerta buscó una figura en los reflejos de su coche. Allí no había nadie salvo la compañía de los muertos. Pero Mulder estaba seguro de que alguien en el cementerio le había estado observando. Alguien que no quería ser descubierto.
4
Aparcó en la acera de enfrente. Antes de salir de su coche, un Ford Mondeo plateado que había conocido tiempos mejores y cuyo cenicero estaba siempre repleto de cáscaras de pipas, Mulder vio a la angustiada mujer. Vigilaba desde la ventana de estilo inglés de la casa, y su sombra era como la de un fantasma en una vieja revista de fenómenos paranormales. Difusa y dudosa, indudablemente triste, y evocadoramente inquietante. A través de la cortina la rechoncha cara de Margaret clavó sus ojos en el ex agente federal y al tiempo que este cruzaba la calle para dirigirse a la puerta le saludó con la mano mientras su boca se esforzaba por dibujar una fingida sonrisa nada tranquilizadora.
- Me alegro mucho de verte, Fox –aseguró ella desde el marco de la puerta.
Mulder le dio un beso en la frente y a pesar de que apenas habían tenido trato hasta entonces, los dos se fundieron en un abrazo.
- Lo siento –repitió, como sino se lo hubiera dicho ya cien veces por teléfono.
Ella no dijo nada y le devolvió el abrazo que duró un minuto y le permitió a Mulder oler su pelo y sus ropas. Su fragancia se parecía a la de Scully tanto como los rostros de dos hermanos mellizos.
Sus cuerpos iban a separarse cuando ella pronunció las únicas palabras que Mulder quería oír. Las mismas con las que llevaba soñando desde hacía un mes.
- Fox, yo… creo que Dana está viva.
5
Un Nissan negro recorría la calle ahora desierta que acababa de cruzar Mulder. El conductor apagó el motor y el coche se deslizó los últimos metros hasta quedar detenido en una orilla, silencioso y expectante como un cuervo subido a un poste de teléfonos.
El único ocupante del vehículo permaneció vigilando la casa, mientras sus manos jugaban a cargar y descargar el cargador de su pistola.
6
Margaret había cumplido ya los 71 años, pero Mulder comprendió enseguida que su vitalidad y sus convicciones tenían la misma fortaleza que la de sus hijas. Ahora ambos estaban sentados en dos mullidos sofás cubiertos de labores y complicados bordados, compartiendo un café sólo él, y una taza de té con azúcar ella. Aunque estaba claro que tenían muchas cosas importantes de las que hablar, los dos llevaban veinte minutos comentando nimiedades. Hablaron de todas las personas que acudieron al funeral. Hablaron de los últimos años profesionales de Scully como directora de un centro médico e, inevitablemente, hablaron de la boda de Mulder.
- Oí que te casaste. Dana me lo dijo. Ella pensaba que… que te vendría bien, ya sabes, la vida de casado.
La frase le pilló por sorpresa a Mulder que estuvo a punto de escupir el. Finalmente se repuso del comentario y logró tragarse el amargo brebaje.
- Es cierto. Se llama Vanesa. Nos conocimos... –estuvo a punto de decir que fue tras su ruptura con Scully, pero no sabía cuánto era lo que aquella mujer conocía del pasado de ambos, así que prefirió no precisar- nos conocimos hace dos años.
- Oí que era astrónoma.
- Sí. Trabaja en el SETI.
- ¿SETI?
- Es el programa de la NASA para la búsqueda de Inteligencia Extraterrestre. Se dedican a captar las ondas que llegan del espacio para detectar nuevos soles, planetas y estrellas que surgen o se apagan. Y bueno, además escuchan el espacio por si… –buscó las palabras precisas- hubiera algo.
Margaret se quedó muda por un segundo. Hundió sus manos en los bolsillos de su chaqueta de lana. Después los sacó, jugó con los botones y al final, por terrible y extraño que pudiera parecer, estalló en carcajadas que parecían sinceras como las felicitaciones de una madre a un hijo que saca una buena nota.
- Entonces no me digas cómo os conocisteis. Supongo que no os faltaron oportunidades.
- La verdad es que ella y yo… En fin. Teníamos mucho en común.
Los dos se percataron de que Mulder había hablado en pasado, pero no dijeron nada. Al final, fue Margaret la que interrumpió el silencio.
- A Dana le afectó mucho que te casaras –Mulder la miró con verdadero interés. Ahora, transcurrido el tiempo, las interminables discusiones entre ambos parecían tan banales como en realidad habían sido, y de la misma manera que ya lo había comprendido al conocer la noticia de su muerte, y con una pistola pegada al cerebro, ella era la única mujer a la que realmente había amado. A la que todavía amaba.
- La verdad es que a Vanesa y a mí no nos va demasiado bien –reconoció, igual que un católico en un confesionario. Aliviado y avergonzado a un tiempo-. Quizás somos, demasiado compatibles.
A pesar de encontrarse lanzado, Mulder no habló de los cada vez más largos silencios que habían empezado a producirse entre su esposa y él. Ni de las ausencias cada vez más largas de ella, ni de cómo él se metía de lleno en las investigaciones que el FBI le encargaba de manera secreta, ni de cómo Vanesa cogía cada vez destinos que le alejaran más del hogar que ambos compartían. Además, la joven astrónoma había comprendido últimamente, demasiado bien, que su marido amaba a algo más que a los misterios del mundo. La forense con la que había trabajado, y de la que nunca hablaba, se interponía constantemente entre ambos. Incluso en los silencios. Quizás, sobre todo en los silencios.
Después de permanecer ambos contemplándose durante unos minutos, Margaret volvió al tema que de verdad les inquietaba a ambos.
- Necesito que me ayudes. Hay algo que me hace pensar que Dana no murió.
Mulder estuvo a punto de decirle que había visto las fotografías, el informe forense, incluso había recibido la llamada de un viejo amigo confirmándolo. Skiner se había puesto en contacto con él, y aunque el antiguo burócrata era ya un jubilado que vestía bermudas un día sí y otro también, y que sólo madrugaba para pescar en el muelle, su voz había conseguido transportarle a los angustiosos y felices años de los Expedientes X.
Pero lo más terrible había sido ver la autopsia. No le costó acceder a aquellos informes. En los últimos tiempos había mantenido el contacto con los tres redactores paranoicos del ‘Pistolero Solitario’, y a pesar de que los conocimientos de informática de Mulder no era demasiado buenos, con su ayuda podía entrar y salir de los archivos del gobierno sin demasiados problemas.
La imagen que había descubierto en su ordenador fisgando aquellos informes le golpeó de nuevo en recuerdos. El cuerpo de Scully abierto por la mitad como un cordero en un altar de sacrificios. Los ojos cerrados y sin vida de la única mujer que a él le había hecho sentir vivo. Aún así, su deseo le llevó una vez más a ignorar lo que dictaban la razón y la lógica, y como el lema que ya había hecho suyo tantas veces antes, se repitió para sí: “Quiero creer”.
- ¿Qué pruebas tienes? –preguntó.
Y ella se lo dijo.
En primer lugar estaba la herida. Una cicatriz con forma de X.
Mulder la miró sorprendido. Él nunca le había visto aquella cicatriz.
Margaret pareció darse cuenta de lo que pasaba por la cabeza del ex agente y le quitó importancia sacudiendo la mano. Se la hizo hace año y medio. ´
- Fue durante las vacaciones de invierno. Su hermano William –el nombre sacudió a Mulder con la fuerza de una bofetada- había prometido pasar las Navidades con nosotras, pero al final hubo cambios en las altas esferas y se quedó sin su permiso. Ahora es una especie de supervisor para la marina y suele hacer largos servicios en submarinos y portaviones –Mulder asintió, esperando que la historia llegara pronto a alguna parte-. El caso es que Dana notó lo solas que estábamos las dos y decidió que nos fuéramos a esquiar. A Reno. Un sitio precioso –sonrió la madre, y ahora sus ojos eran los que parecían a punto de disolverse en lágrimas. Instintivamente Mulder se levantó de su sofá y se sentó al lado de Margaret frotándole la espalda con la palma de su mano. Ella tomó aire y siguió con su relato-. El caso es que tuvo un pequeño accidente al bajar de un telesilla. Sólo fue eso, pero se clavó un hierro de este tamaño –separó ambos índices algo más de cinco centímetros-. Sangraba mucho y… ya sabes cómo era. No perdía la calma. Se echó al suelo y empezó a apelmazar nieve con las manos. Yo estaba paralizada, pero ella ni siquiera gritó. No derramó una lágrima. Sólo apretaba los dientes. ¡Dios mío, era tan fuerte! –y como si acabara de comprender que había hablado en pasado se llevó las manos a la boca-. Apenas perdió sangre. Los médicos me felicitaron pensando que era yo la que había colocado hielo en la herida. Dijeron que tendría una cicatriz durante un tiempo, pero que el músculo estaba intacto.
- Y el cadá… el cuerpo. ¿No tenía la cicatriz? –preguntó Mulder.
Margaret sacudió la cabeza.
- Los médicos habían dicho que la cicatriz tardaría varios años en curarse, y apenas ha pasado un año.
Mulder quería aferrarse a aquello, pero no parecía suficiente.
- Pero hay algo más.
Esperanzado, Mulder abrió los ojos. Margaret se levantó y empezó a caminar delante de él, como un guardia en frente de su garita.
- ¿Recuerdas su colgante?, ¿la medalla con la cruz?
¡Cómo no iba a recordarla! Recordaba aquella pequeña medalla de oro tan claramente como todo lo demás. Aún notaba su cosquilleo hormigueándole en el pecho, cuando ella se ponía encima de él… apartó de sí aquellos pensamientos.
- La enterraron con ella.
Mulder asintió. Le parecía algo perfectamente lógico y normal. Aquella medalla y Dana eran inseparables.
- Mira –y llevándose una mano al bolsillo de su chaqueta de lana, Margaret sacó el medallón de oro.
- ¿Cómo…? –Mulder no dijo más. Estaba paralizado.
- El día del accidente. Ella estuvo aquí. Estaba, estaba nerviosa. No dejaba de jugar con la medalla, la estiraba mientras me decía que todo iba bien, pero yo notaba que no era así. Me dijo que igual estaba fuera unos días, pero que volvería a la ciudad pronto. Que quizás llamaran del trabajo y que… bueno. Dana quería que mintiera por ella, que dijera que estaba pasando unos días conmigo. ¡Dios mío, Fox, estaba tan asustada! Al final, de tanto tirar de la cadena acabó soltándose. Rompió el cierre, ¿lo ves?
Margaret le enseñó la pequeña medalla y el gancho del cierre doblado, roto por la tensión.
- Me pidió que se lo guardara. Yo le prometí llevarlo a arreglar, y le dije que tuviera cuidado.
Mulder intentaba asimilar todo aquello.
- ¿Tenía dos colgantes iguales? –preguntó Mulder, aunque ya conocía la respuesta.
- No. No –repitió Margaret-. Fox, creo que éste colgante y el que enterramos, es el mismo. Lo sé, porque lo reconocería en cualquier sitio. Y creo también que la Dana que estuvo aquí ese día conmigo y la que murió no son la misma.
7
Edward Stiller era un estudiante brillante. Uno de los físicos más prometedores, pero a pesar de ser un cerebrito, ni su aspecto ni su manera de comportarse eran las propias de un empollón. Stiller era popular, no sólo en clase, sino en el campus. También era una persona muy activa. Apenas tenía tiempo libre tras las clases de la mañana. Una beca de investigación en la que colaboraba con el catedrático de física cuántica Ernest Scholder llenaban sus tardes, y las pocas horas libres de la noche las dedicaba a estudiar y a realizar sus propias teorías. Ahora estaba encerrado en su cuarto. Una de las pocas habitaciones individuales del Colegio Mayor en el que residía, cuando llamaron a la puerta.
A lo lejos, en la distancia, se escuchaba el sonido de la música y las risas de los estudiantes. Era jueves, y muchos universitarios celebraban ya la llegada de un fin de semana que todavía no había comenzado. Stiller pensó que sería alguno de sus compañeros de clases animándole a salir.
- Estoy ocupado –gritó sin levantarse de la mesa que ocupaba, pero de poco sirvió su petición.
Volvieron a llamar a la puerta.
“¡Maldita sea!”, pensó Edward. Estaba a punto de resolver un problema en el que llevaba trabajando meses, y que durante un ensayo clínico en el laboratorio de Scholder había creído resolver. Se trataba de una demostración de que las alteraciones en cualquier dimensión afectaban de igual forma al resto de las dimensiones. Así, un cambio en el plano bidimensional, podría alterar la realidad tridimensional que nos rodea. Era una locura y probablemente tuviera tan pocas aplicaciones prácticas como todo lo que estudiaban en clase, pero no dejaba de ser algo innovador y quizás también prometedor. Algo que, en cualquier caso, no parecía importar a la persona del otro lado de la puerta.
PUM, PUM, PUM, volvieron a golpear.
- He dicho que estoy…
- El problema está mal. La muestra es equivocada porque las escalas no coinciden –dijeron desde el otro lado.
Stiller lo comprobó y entonces fue como abrir los ojos. Era por eso por lo que los resultados no eran concluyentes. Un error de principiante. Los volúmenes no coincidían. Entonces cayó en que no había hablado a nadie de su investigación. “¿Quién demonios podía saber que había cometido ese error?”.
- ¿Quién es? –dijo ya desde la puerta, y sin esperar respuesta abrió.
Durante unos segundos no reconoció a la persona del otro lado. Después, cuando consiguió ignorar las pronunciadas entradas, las patas de gallo y la barba cana se dio cuenta de que estaba mirándose a sí mismo.
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