Nombre del Fanfic: Cicatriz en forma de X

Capitulo: segundo

Autor: MadGiver

Clasificacion: Mission X-Files

Aventura

Suspenso

Universo Alterno

Angst / Drama

Fanfic: Capítulo 2 
 
 

Hacía años que Mulder no pisaba su despacho sin ventanas en los sótanos de las oficinas centrales del FBI, pero la mayor parte del material -los informes, diapositivas, cintas y publicaciones que habían cubierto aquel cubil mal iluminado- yacían ahora en un garaje como ataúdes apilados en nichos sin placas, nombres ni flores. Durante los últimos 29 meses, desde su separación con Scully, Mulder no los había tocado. Era como si al abandonarle Dana, los Expedientes X hubieran perdido interés para él. Y pensar que fue su celo investigador el que rompió su relación… 
Puesto que el garaje estaba ocupado por todo aquel material, Mulder aparcó en el camino de acceso a su propia casa, aunque en realidad era la casa de su esposa. Una astrónoma como ella recibía mayores ingresos que los que le ofrecía el paro a un ex agente del FBI, incluso aunque éste todavía permaneciera en activo dentro de algunos círculos… extraoficiales.  
Mientras salía del coche Mulder se puso sus gafas de sol. Había pasado buena parte de la tarde conduciendo y sus ojos ya estaban secos, pero la sombra que se había dibujado bajo ellos, así como la barba de cuatro días, no habían desaparecido. El hecho de ponerse aquellas lentes era como vestirse una careta. Como llevar un antifaz. Sobre todo ahora que vio que la luz del salón de la casa estaba encendida. Su esposa debía de estar dentro. 
Mulder abrió la puerta y en cuanto lo hizo una varada de un olor extraño pero agradable le dio en la cara. Era el olor de su esposa, al que le resultaba imposible acostumbrarse. Fue al darse cuenta de lo extraviado que se sentía en aquel hogar cuando supo que tenía que hablar de inmediato con ella. 
- ¿Vanesa? 
La casa no le contestó, pero a lo lejos llegaba el rumor de un televisor vomitando informes meteorológicos. 
“Mañana tocará llevar paraguas. Esta va a ser un invierno muy lluvioso, sí señor…”, clamaba una voz desconocida retumbando por las paredes silenciosas de la casa. 
- Vanesa, soy yo –dijo Mulder desde el umbral. En el sofá, dándole la espalda, se recortaba la silueta de su esposa. Su corta melena castaña que le caía como una cortina hasta los hombros. La forma esbelta de éstos cubierta por un holgado jersey de punto. Los brazos parecían abrazados a algo –seguramente está aferrando un cojín –adivinó Mulder. Fue al acercarse cuando empezó a escuchar los sollozos. 
Mulder no la miró a la cara. Simplemente que quitó las gafas de sol, se sentó a su lado y sin saber si hacía o no lo correcto le pasó un brazo por encima de los hombros. Ella se estrechó contra su pecho y apoyó la cabeza en las piernas de él. Durante unos instantes no hablaron. Dejaron que un metereólogo excesivamente bronceado rompiera el silencio de la casa con sus previsiones de borrascas. 
Al rato Vanesa comentó: 
- Te seguí - Mulder comprendió de pronto que la figura que le había estado observando en el cementerio podría haber sido ella. A pesar de todo, tenía la sensación de que no era a su mujer a quien había visto esconderse entre los árboles. Una voz interior le recomendaba permanecer alerta -. Visitaste a una mujer –continuó ella. 
- Hay algo que nunca te he contado –empezó Mulder, sin necesitar que su esposa le dijera cuánto había visto y cuánto supuesto-. Es sobre la época en que trabaje como agente especial y… también después de eso. 
- ¿La mujer con la que vivías antes? –preguntó Vanesa, y aunque su voz parecía normal cada poco se sorbía la nariz y toda ella parecía a punto de echarse a temblar. 
Mulder asintió. 
- Se llama Dana. Empezamos a trabajar juntos hace ya muchos años en una serie de casos no resueltos… 
Comenzó a acariciarle el pelo a su esposa mientras le contaba algunas de las cosas que ambos habían compartido. Mientras hablaba observaba su alianza y supo, sin ningún género de dudas, que ésa sería la última vez que la llevaría puesta. 
 

El extraño hombre del aeródromo encendió otro ‘Morley’s’ mientras escuchaba el informe del joven agente. No había averiguado mucho. Sólo que Mulder había visitado el pueblo de Dana, la tumba, y que se había reunido con la madre de ésta. Después había emprendido el regreso a su casa. 
- No creo que sepa nada –dijo con una voz monocorde, como la de un robot. 
Mientras daba ansiosas caladas a su pitillo el hombre comprendió que no le gustaba nada la actitud de aquel agente. Con su corte de pelo militar y su traje negro llamaba demasiado la atención. Olía a Gobierno, y Fox no era ningún estúpido. Si sabían que alguien trataba de controlar sus movimientos… bueno. Aquello sólo serviría para que pusiera más empeño en cualquiera que fuera su cometido. 
- Tranquilo. Pronto se pondrá tras la pista –comentó seguro de sí el hombre entre calada y calda. Mientras pensaba en los casos que ya había leído –Estoy seguro de que no tardará en descubrir una de las puertas-. Y satisfecho con sus palabras lanzó el pitillo al suelo para después desgarrarlo con la suela de sus zapatos.  
Luego volvió hasta el escritorio, encendió de nuevo el flexo y abrió una nueva carpeta. 
 

Aquella noche Mulder y su esposa habían dormido juntos. Tras las explicaciones de Fox no hubo gritos ni discusiones. Ella agradecía su sinceridad. Él su comprensión. Los dos estaban apenados, y aunque sentían un profundo amor por el otro, aquella noche en la cama fueron como dos hermanos compartiendo una habitación de hotel. 
El sol les despertó al entrar sin ser invitado en su cuarto. Mulder se puso en pie y se estiró con su camiseta de algodón y sus calzoncillos de pata larga. Vanesa fingía dormir echa un ovillo. Mulder estaba bastante seguro de que llevaba horas allí, en silencio, y de que las palabras divorcio y separación flotaban en su cabeza como los mensajes que en ocasiones las avionetas escriben con humo en el cielo. 
Mulder entró al baño y se afeitó. Las bolsas bajo sus ojos habían desaparecido. Era como si el luto hubiera terminado y la pesada carga de sus hombros se hubiera desvanecido. De nuevo tenía un objetivo en mente y por primera vez en mucho tiempo creía que era capaz de cualquier cosa. Quería creerlo.  
Salvo por las tiras plateadas que le cubrían el cabello en las sienes, parecía ser el mismo joven agente de hacía 15 años. 
Cuando regresó a la habitación Vanesa tenía los ojos abiertos y, aunque cubierta de lágrimas, su cara seguía calma como un estanque en otoño. 
- ¿Será la última vez que te vea? –preguntó. 
Mulder no tardó un segundo en responder. 
- Por supuesto que no. 
Después abrió su ropero y se puso uno de los trajes que habían constituido su uniforme durante tanto tiempo. Al ponerse el cinturón, mientras su esposa no miraba, Mulder coló por la hebilla la funda de su pistola, y como había hecho a diario tanto tiempo atrás, ajustó en ella su glock. Sólo la ausencia de una placa en el bolsillo interior de la chaqueta le hicieron sentirse ligeramente extraño. Después comprendió que aquel también era un peso que se alegraba de no llevar ya encima. 
Con un beso en la mejilla, Mulder se despidió de Vanesa. Por desgracia para ambos, aquella no iba a ser la última vez que se vieran, ni aquel beso de despedida el último que ella fuera a recibir de sus labios. A diferencia de cómo ocurriría en su próximo encuentro, ésta vez Mulder estaba seguro de que a ambos les esperaba un futuro mejor. 
 

Stuart Greenman, a sus 81 años, era un perro viejo que sabía perfectamente que se estaba jugando la licencia de piloto al volar a aquellas horas sin haber solicitado permiso en ningún aeródromo y no llevar las luces de posición homologadas. Si algún radar del gobierno le hubiera detectado sin duda le hubieran tomado por un traficante tratando de introducir mercancía ilegal en el país. Lo único que jugaba a su favor era que se encontraba sobrevolando una zona con bajo tráfico de contrabandistas y la vigilancia aérea en la zona era mínima. 
Un plano arrugado y una brújula tan poco fiable como su pulso de octogenario le indicaban que estaba sobrevolando las llanuras de Virginia. Bajo el asiento vacío del copiloto, doce latas vacías de cerveza corroboraban el hecho de que aquella era una mala idea. “Éste es el sitio”, dijo a solas alzando la voz por encima del petardeo incesante que provocaba el motor del biplano. Y aseguró las coordenadas mientras anclaba los mandos de la nave preparada para dar círculos igual que una cometa bailando entre dos corrientes de aire. 
Una ráfaga sacudió la nave como si la mano de un gigante jugara con ella. Stuart saltó sobre su asiento y a punto estuvo de despedirse antes de tiempo de los litros de cerveza que había ingerido. Logró reponerse y la cerveza permaneció recorriéndole las tripas. 
“Éste es el lugar”, repitió. Había sido piloto en la reserva del ejército y había oído historias. Historias de gente que al llegar allí volvía transformada. “Rejuvenecida”, era lo que le habían dicho. Por lo que sabía sólo había ocurrido una vez. En los años 80 un helicóptero militar con seis soldados adultos a bordo cruzó aquella área. Al día siguiente los seis aparecieron en tierra convertidos en adolescentes y vistiendo con ropas de los 60. El gobierno había echado tierra por encima y la historia había quedado oculta. Si a él le había llegado el rumor era sólo porque uno de sus compañeros durante el servicio militar, Jonathan, había trabajado durante años con uno de los tipos que rejuvenecieron. “Te lo juro. Llegué a verle en la base. No les dejaban salir, pero era real. Aquel tipo era mayor que yo y cuando le vi no tendría ni 14 años”, le prometió. “Algún día yo también iré hasta allí y volveré a ser joven”, le había dicho, tan borracho como Stuart lo estaba ahora. Entonces no sabía que dos meses más tarde su amigo sería derribado mientras llevaba ayuda humanitaria a Afganistán. 
Stuart no le había dado mucho crédito a la historia. No tenía sentido hacerlo. Ahora, con un cáncer devorándole el cerebro y su esposa enterrada junto al nicho vacío que algún día llevaría su nombre, pensó que no tenía nada que perder. 
- Va por ti, Jonathan –gritó, y la avioneta inició un nuevo giro mientras una tormenta eléctrica se desataba alrededor. 
Stuart estaba borracho. Lo suficiente como para no ser consciente del peligro de aquellas maniobras, aunque cuando una nueva sacudida zarandeó el biplano recuperó los controles de la avioneta y trató de estabilizarla. Entonces un rayo surgió de la negrura abisal en que se había convertido el cielo a su alrededor, y alcanzó la aeronave. 
Las pantallas se iluminaron y comenzaron a pitar. Stuart trataba de levantar los mandos, pero el avión había caído en barrena. Reflejado en los cristales de la cabina, el anciano observaba su rostro precipitarse al suelo. Durante unos segundos se fijó en aquel rostro que parecía desvanecerse. En su lugar un niño asomaba a los mandos. Era Stuart Greenman, pero no era el piloto de ochenta años que habría tenido alguna posibilidad de recuperar el control de la avioneta. El niño no sabía cómo había llegado hasta allí, pero empezó a gritar como si el alma se le escapara por la boca. 
En las llanuras de Virginia algo impactó contra el suelo a 300 kilómetros por hora. Una bola de fuego consumió varias yardas de hierba seca y estuvo ardiendo durante toda la noche como en la pira de un akelarre. 
Dos semanas después, cuando un sherif descubriera los huesos de un niño a los mandos de aquel avión destrozado archivaría el caso como uno de los más extraños registrados nunca en el condado. En la avioneta sólo estaba el niño y sus manos carbonizadas aferraban el volante. El informe pasaría al FBI, y si hubiera tenido lugar diez años antes habría acabado en un despacho en el sótano de las oficinas centrales. Pero eso era entonces y esto era ahora, y ni Mulder ni Scully trabajaban en los Expedientes X, ni aquel era un caso más de su lista. 
Ahora los dos agentes giraban en la misma rueda y empezaban a formar parte de los mismos hechos arbitrarios que durante siglos habían estado poniendo a prueba la cordura de los hombres. Ahora ellos no eran los que redactaban los informes, sino los que protagonizaban sus páginas. 
 

La autopsia que le habían practicado a Scully revelaba que la muerta había sido instantánea. La causa, un fuerte traumatismo craneal. Era una forma de decirlo. Según los testigos y por el informe policial abierto tras el accidente, la verdadera causa de la muerte de Dana había sido una furgoneta azul de 1.000 kilos de tonelaje circulando a 70 kilómetros por hora. 
Los testigos también habían dicho que la culpa del siniestro era suya. El semáforo estaba abierto al tráfico. Puede que la furgoneta la hubiera esquivado a menor velocidad, pero había sido Dana quien había cruzado corriendo. Eso no era propio de ella. En absoluto. Scully era precavida hasta en las cosas más triviales. Jamás corría riesgos innecesarios. Si cruzó la calle corriendo sólo podía ser porque perseguía a alguien… o huía de alguien. 
Mulder recordó lo que había dicho Margaret. Que ella había estado en su casa el día del accidente. “Estaba nerviosa”, había dicho. “Dijo que igual estaba fuera unos días”, recordó. 
También le había pedido algo más. Que si le llamaban del trabajo mintiera, por lo que en el trabajo de Dana no hallaría la respuesta. ¿Dónde entonces? 
Los pensamientos corrían por su cabeza de la misma manera que el paisaje de praderas y campos segados se perdía en el parabrisas de su Ford. La carretera y el horizonte eran como una película rebobinada en una vieja cinta de VHS, y Mulder tenía la sensación de que el mundo giraba demasiado deprisa y de que él era el único objeto inmóvil sobre la faz de la tierra. 
Mientras circulaba por la carretera sus ojos no dejaban de irse a las fotografías tomadas del suceso: una sábana ensangrentada cruzada en mitad del asfalto. Mulder se volvía loco sólo de imaginarse el cuerpo de Scully debajo de aquella tela. 
“La Dana que estuvo aquí conmigo y la que murió no son la misma”, recordó. Y sin ser consciente de lo que hacía se abandonó a la esperanza. 
Sin separar los ojos de la carretera Mulder abrió su blackberry y empezó a tocar teclas. Mientras el coche continuaba avanzando hacia algún sitio que Mulder sólo interpretaba como el futuro. El teléfono dio el primer tono. Fox llamaba al único amigo que le quedaba en el FBI. El mismo que le había estado proporcionando casos en la sombra los últimos años, y que le había convertido en un colaborador externo de los federales. En la pantalla del celular el nombre de su antiguo jefe brilló con caracteres negros: Walter Skinner. 

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