fanfic_name = The First Lady
chapter = 2
author = Rovi Adams
dedicate = A todos los masokas out there! A las bitches y a los que recordaron mi cumple. Los olvidadizos vivirán la maldición angst de la Rovi y se quedarán solterones para toda la vida.
Rating = sleeping_bags
Type = Angst
fanfic = *Cap. II: Introducing Mrs...*.-
El blanco y la resaca nunca fueron una buena combinación para ella. Cuando las paredes, las sábanas y las cortinas se volvían una sola ante sus ojos, le era imposible abandonar la cama sin sentir que inevitablemente había caído entre las paredes acolchadas de un sanatorio.
Lo único distinto era el vaso de jugo de naranja que descansaba sobre la mesa de noche. Naranja. Muy mal contraste... ya tenía suficiente con el sol que se colaba por el cristal. Las malditas cortinas nunca podían cumplir con su tarea. Sí, ya se decidiría de una vez por todas a mandar a pintar la habitación de negro. Iba más acorde con la pureza de su alma y de la de todos los ciudadanos que aun creían en la democracia.
Ya imaginaba las horribles sombras bajo sus ojos, y el correspondiente sermón de Sarah en cuanto se diera cuenta. No sabía cual era peor.
-¡Buenos días!
-Ohh mierda...- siempre aparecía cuando la mencionaba. Era como una especie de maldición.
-Se supone que debes estar en una hora compartiendo tu experiencia con los estudiantes de...
-¿Podrías callarte? Tienes una especie de amplificador en la boca.
-No, tú tienes mucho alcohol en la sangre- le respondió retirando las sábanas y abriendo las cortinas para darle paso a la luz. -Eso es muy diferente.
-Lárgate- refunfuñó escondiendo su cabeza entre las almohadas. No quería verla, ni levantarse, ni cumplir con otro estúpido compromiso oficial. Ya le dolían las mejillas de tener que dibujar tantas sonrisas hipócritas.
-Eres un desastre.
Sarah siguió dando rumbos por toda la habitación, ignorando las maldiciones que se inspiraban en su persona. Ya estaba más que acostumbrada a recibir esa clase de cumplidos. Cuando terminó de correr todas las cortinas, fue hacia el gran armario y lo abrió de par en par.
-¿Negro o gris?
-Rojo sangre.
-Hmmm...- ella siguió buscando entre las decenas de trajes que esperaban ser usados en alguna ocasión. -¿No crees que es demasiado para una graduación?
-¿Desde cuándo te importa como luzca?
-Desde que me pagan por ello.
Haciendo un esfuerzo sobrenatural, sus pies tocaron el piso y lentamente fueron recibiendo el peso de su diminuto cuerpo. Luchar contra Sarah era como tratar de hacer que nevara en el Caribe, así que la única opción era levantarse, tomar una ducha bien fría y dejar que ella hiciera el milagro de hacerla lucir como una persona decente.
-Sarah...- dijo con la misma calma con la que llegaba hasta la puerta del baño. -¿Por qué no te casas, tienes par de mocosos y me dejas vivir en paz?
-Porque me va mucho mejor en la Casa Blanca.
Ella soltó un suspiro de frustración y terminó de meterse al baño. Tenía la esperanza de sumergirse por par de horas entre el aroma de sus sales favoritas, pero sus planes se irían a la mierda como miles de veces.
-¿Quién es él?- le gritó Sarah desde el otro lado de la habitación.
Su respuesta fue una sonrisa silenciosa... la curiosidad estaba matando las pobres neuronas de su asistente, pero aun no era tiempo de compartir ciertos detalles de su vida. Cuando fuese estrictamente necesario la haría parte del juego; por ahora no requería de sus servicios.
-Te fascina, ¿no?- prosiguió Sarah sin ocultar cuan irritada estaba. -Te encanta ver como me como las uñas.
-Existe cierta información clasificada que los ciudadanos no están listos para conocer. No debemos poner en pánico al pueblo de Norteamérica.
-Eres una...
El sonido de la ducha no le permitió escuchar el último halago de parte de su asistente, pero ya conocía el repertorio completo y no era nada que pudiera añadirse a su currículo.
-Igualmente, Sarah- le respondió sabiendo que no sería escuchada. -Igualmente.
Cuando salió de la ducha, la ropa estaba impecablemente tendida sobre la cama. Un sobrio traje negro de pantalón - como la mayoría de los que estaban en su guardarropa, sus inseparables medias de nylon y, al pie de la cama, un nuevo par de tacones. Para ponerse a la altura, claro.
Le gustaba su atuendo de viuda negra, en especial cuando era desgarrado en cuestión de minutos por un par de manos expertas. Pero esos pensamientos se guardaban para más tarde, porque no era saludable asistir a un evento tan formal con las imágenes menos formales que tenía reservadas en el album de su memoria.
-¿Cuánto tiempo te soportó mi antecesora?
-¿Estás loca? Ni por un millón anual en mi cuenta trabajaría para Laura. Era ir en contra de mi ideología política.
-¿Tienes ideología? Me sorprendes.
Este era el último comentario irónico antes de vestirse, pues una vez convertida -aparentemente- en dama distinguida, su comportamiento cambiaba radicalmente como si hubiera sufrido una metamorfosis. Era un punto fijo en su agenda, y Sarah así lo respetaba. Aun no sabía porque, pero siempre guardaba respeto a esos extraños rituales que su jefa llevaba a cabo religiosamente.
-¿Ha llamado el señor?- preguntó cuando faltaba el último botón de su chaleco, aquel que ocultaba el detalle más importante de su verdadera identidad.
-No, pero se supone que no regresa hasta mañana.
Ella asintió en silencio y miró el reloj mecánicamente.
-Tengo quince minutos para aprenderme el discurso, ¿dónde está?
-Aquí lo tengo- le respondió Sarah enseguida pasándole una hoja. -Recuerda que debes saludar a todos los funcionarios de la universidad.
-¿Algún invitado especial?
-El senador McKenzie.
-Demonios- susurró volviendo su mirada al espejo. No le gustaba la idea de compartir ni un sólo segundo con un viejo chismoso. -¿Por qué diablos tiene que estar ahí?
-Se gradúa su hija menor.
-Muy familiar. ¿Por qué no invita a su amante?
-La Srta. Davis estará en segunda fila, justo al lado de la hermana del señor.
Ella arqueó una ceja al escuchar semejante noticia, pero no iba a alterar su fría persona porque ya no era hora de chismes baratos, mucho menos de políticos.
-Ya deja de distraerme, Sarah, o tú dirás el discurso.
-Claro... siempre yo...
En segundos, la habitación recobró el silencio que normalmente la caracterizaba. Sólo se escuchaban los pasos de Sarah de un lado a otro tratando de terminar bien su trabajo antes de que el tiempo se les fuera encima. Algo que siempre sucedía.
-Un minuto. Vamos bajando.
-Ya.
Soltando el discurso, se puso de pie y respiró lo más profundo que pudo. Antes de abandonar la habitación, tomó un diminuto broche plateado que descansaba sobre el tocador y entonces fue hasta la puerta.
La atmósfera cambiaba por completo desde que ponía un pie en el pasillo. Se sentía la agitación, los pasos y las voces entremezcladas de aquellos que entraban y salían de los distintos salones.
-Buenos días, señora- le saludaba alguien que nunca lograba recordar de buenas a primeras, a lo que ella siempre respondía con una pequeña sonrisa. La prisa se convirtió en la mejor de la excusas para ser corto de palabras.
-La limosina está lista, Sra. Spender.
Era Tom, uno de los guardaespaldas que siempre la acompañaba a todos los actos oficiales. Su figura encorvada y su cabello revuelto le recordaba a alguien muy especial, en una época en la que aun existía un poco de inocencia.
-Gracias Tom- respondió tratando de no mirarlo mucho. Lo siguió en silencio, contando los pasos hasta el vehículo de vidrios blindados que la transportaba a alta velocidad a lo largo de la inmensa ciudad.
Ella siempre era la primera en entrar, seguida de Sarah y Tom. El lugar junto a la ventanilla izquiera era sagrado, y aquel que se atreviera a moverla de allí corría el riesgo de quedar fichado en su lista negra. Cuando su cuerpo se relajaba contra el cuero negro, dejaba que su imaginación volara a tiempos remotos, a fantasías prohibidas en su pasada relación platónica, al sofá que en muchas noches solitarias envidió.
Se preguntaba si el sofá aun existía, o si aquella ventana con la X de cinta adhesiva seguía allí. Viajar a la luna era más probable que regresar al número 42. Arlington era una palabra prohibida, así como Hoover o Georgetown.
-Sarah... mi móvil, por favor.
Su asistente asintió y le alcanzó el aparato en silencio. Ya con él en mano, se detuvo a mirarlo por unos segundos, mientras el pulgar presionaba el primer número. Sucumbir ante sus deseos podía traer consecuencias nefastas, pero esos deseos se estaban convirtiendo en una necesidad.
Antes de seguir, marcó el botón de colgar y le pasó el móvil a Sarah rápidamente. No quería tenerlo cerca, le bastaba con las imágenes que reproducía su mente.
Volteó su cara hacia el distorcionado paisaje y se obligó a repetir en sus adentros las mismas palabras hasta que llegara a su destino.
"No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal".
Andrew's Bar.-
Él estaba sentado en una esquina, con la cerveza ya caliente y la tentación de probar un - un solo - cigarrillo. La tele estaba en la esquina contraria del bar, pero no quería unirse a la multitud que veía el noticiero y analizaba la más reciente decisión del senado como verdaderos expertos en política. Bola de imbéciles. Si supieran lo que se esconde detrás de los impecables trajes negros olvidarían el significado de la palabra social.
Su confianza estaba depositada en Alan, uno de los clientes fieles del bar cuya aficción por todo lo relacionado a la Casa Blanca era más fuerte que la decisión que tomara el dueño del bar. De seguro estaba al tanto de la graduación de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington, y de las figuras políticas que allí estarían.
-Oye Andrew, pásame el remoto- le escuchó decir con ese tono autoritario que indicaba que los niveles de alcohol estaban llegando al tope. -Estoy harto de tanta basura.
Él esbozó una sonrisa y le agradeció silenciosamente. Podía apostar lo poco que tenía a que iba en busca de la "diosa", como solía llamarme.
-Esa mujer te tiene loco, Alan- respondió Andrew mientras secaba uno de los vasos. -No terminas de entender que está casada con tu presidente.
-Maldito viejo suertudo- refunfuñó terminándose otra botella de cerveza. -No sé por qué no se queda por allá por Asia y nos deja a merced de esta reina.
Esta vez la carcajada fue inevitable. Al menos no se escucharía claramente, gracias a la distancia que mantenía del grupo. Si el pobre Alan supiera la mitad de lo que él sabía...
La sed estaba atacando otra vez, mas pedir otra cerveza estaba fuera de sus opciones. Necesitaba estar lúcido. Para verla, escucharla y leer el mensaje de sus ojos. De eso dependía su existencia. En la pocilga que el llamaba habitación, su diminuta maleta le aguardaba; sólo necesitaba descifrar la clave que le llevaría a la próxima aventura.
América era tan ajena al pacto que los unía, que de saberlo alguien lo tildaría de loco. Nadie iba a creer que cada discurso de la respetada Primera Dama escondía un mensaje más personal que las entradas del diario más escondido. Nadie iba a creer que él era el único receptor de los secretos de aquella mujer cuyo misterio atraía los ojos de muchos.
El pasado de la señora Spender era el secreto de estado mejor guardado. Sólo él lo conocía y, por ello, ante el mundo que le rodeaba cada agonizante día de su existencia, él no era más que un fantasma.
La aberrante creación del hombre que creía haber sepultado en el temido ayer.
Continuará...
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