fanfic_name = 360º de separación

author = Spooky2

dedicate = Disclaimer: Lo dicho, no saldré de pobre con esto. Ni Mulder, ni Scully, ni Krycek ni nadie de Expediente X me pertenece. Ojalá!

 

Resumen: En una noche de soledad, Scully llama a Mulder y sus vidas dan un giro de 360º.

 

Spoilers: Una frase, bueno, quizás LA FRASE de “Trust no 1”.

 

Nota: Empieza a ser una constante en mis últimos relatos, pero vale más prevenir… Este relato puede herir sensibilidades, si es así no me lo tengáis en cuenta, he intentado ser directa sin caer en lo vulgar. Pero bueno, vosotros mismo lo juzgaréis… Así que espero, con emoción, vuestras opiniones: sean cuales sean serán bien recibidas.

 

Agradecimientos: A la infatigable y torrencial FBI por todo: su coraje para enfrentarse a la lectura del relato “en bruto”, por sus valiosas sugerencias, por su pasión y sus incombustibles ánimos. Por todo ello, gracias, corazón. Y a tod@s l@s que os tomáis el tiempo para leer los relatos y para dejar comentarios. Os lo agradezco muchísimo. Es todo un privilegio. Así que gracias a tod@As! Y espero seguid “viéndoos” durante mucho tiempo.

 

Rating = sleeping_bags

Type = Angst

fanfic =

 

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Mulder llevaba cuatro días encerrado en su apartamento sin apenas moverse del sofá. Sólo lo abandonaba cuando su vejiga le obligaba a pasar por el baño. Había perdido el apetito, sumaba 72 horas sin probar bocado y apenas lo echaba de menos. Estaba física y anímicamente derrotado. Sin afeitar ni asearse, con un manifiesto principio de barba y con el mismo traje con el que Skinner le dio la noticia, la figura de Mulder empezaba a mimetizarse, peligrosamente, con su sofá de cuero verde. Se sentía perdido, sin un objetivo claro por el que luchar. Y, lo que es peor aún, sin el espíritu ni la fortaleza para volver a enderezar su vida.

 

Estaba fuera. Sí, después de siete años, estaba fuera de los Expedientes X. Y Scully también. Sus superiores habían decidido cerrar la sección, “y sin Expedientes X no tiene ningún sentido que continúen siendo compañeros”. Algo así le dijo el cabronazo de Kersh con una exultante sonrisa de triunfo estampada en la cara. Y no le faltaban motivos para estar pletórico: de un solo plumazo había “anulado” a Mulder. No sólo había cerrado la sección que, durante estos siete años se había convertido en su cruzada, sino que además, le apartaba de Scully, su piedra angular, lo único auténticamente real de su miserable vida. Por todo ello, Kersh tenía motivos, más que suficientes, para estar radiante esa mañana.

 

Tras la jarra de agua fría, les dieron unos días de permiso obligatorio para que, en palabras de su superior, “tanto usted como la agente Scully puedan olvidarse de los hombrecillos verdes y las conspiraciones y así empiecen con energías renovadas en sus nuevos departamentos”. A Mulder le habían asignado a Crímenes Violentos; por su dilatada experiencia en el pasado en ese departamento, donde había obtenido muy buenos resultados, sus superiores creían que podría readaptarse de nuevo sin problemas y aportar su “poco ortodoxo punto de vista a los casos más difíciles”. En cuanto a Scully… Ella misma pidió un traslado a Quántico, donde podría retomar su carrera de médico forense e incorporarse a la docencia.

 

No se habían visto desde entonces. De hecho, ese día tampoco coincidieron en el despacho. Les comunicaron la noticia por separado. Cuando Mulder llegó a la junta con Skinner, hacía apenas unos minutos que Scully se había ido. Tampoco habían hablado por teléfono. ¿Por qué tenían que hacerlo? Ahora ya no eran ni siquiera compañeros de trabajo…

 

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Ni un batallón profesional de limpieza hubiera dejado el apartamento de Scully tan limpio. Y no era para menos, llevaba abducida por el espíritu de la limpieza desde el jueves. Era un vicio que había heredado de su madre: cuando algo le preocupaba en exceso, se aferraba a las tareas domésticas como a un bote salvavidas. Sólo esos rutinarios, metódicos y poco agradecidos quehaceres conseguían abstraerla de la realidad consiguiendo que se olvidara, momentáneamente, de sus quebraderos de cabeza. Y esta vez eran muchos, y el cambio de destino obligatorio era tan sólo la punta del iceberg.

 

El drama empezó a gestarse el miércoles por la noche, aunque el momento álgido llegó el jueves a primera hora cuando Skinner le comunicó, en privado y sin Mulder, la clausura de los Expedientes X. Al principio, no daba crédito a lo que estaba oyendo. “No puede ser, esto es una broma de Mulder por la rabieta de anoche al negarme a ayudarle a terminar el informe”, pensaba para sus adentros. Pero la cara de póquer de Skinner confirmó sus peores temores. “Los altos mandos”, según los denominó, habían tomado la decisión, irrevocable, de cerrar la sección y reasignar a los agentes que la integraban a otros departamentos. Les separaban. “Todo esto no será por lo de anoche, ¿verdad?”, se preguntaba insistentemente Scully. Su cabeza no paraba de darle vueltas a la acalorada y estúpida discusión que había mantenido con Mulder a la salida de la oficina el día anterior. Aún ahora, con los ánimos más calmados, no entendía cómo habían llegado a ese extremo.

 

Scully estaba tan sumida en sus pensamientos que no habló durante toda la reunión, ni siquiera se interesó por saber el nuevo destino de Mulder. Sólo al final, antes de despedirse, hizo una petición: que su nueva asignación fuera en calidad de docente. Y la aceptaron. No quería a otro compañero. Se creía incapaz de trabajar con otra persona que no fuera Mulder. Ya no.

 

- ¿Por qué nos hacéis esto?

 

 

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“¿Por qué nos hacéis esto?”. Ésas fueran las primeras palabras que le oyó decir desde hacía cuatro días. Cuatro días con sus interminables y silenciosas 96 horas de escuchas clandestinas sin abrir la boca. El silencio que reinaba en el piso de Scully era tan sepulcral que a veces tenía que echar mano de los prismáticos para comprobar que, al otro lado de la calle, Scully continuaba viva y no había hecho alguna locura.

 

Krycek sabía por experiencia personal que la muerte puede llegar en silencio, en un silencio premonitoriamente fúnebre. Era un sábado de agosto cuando Alex, con apenas seis años, halló el cuerpo inerte de su madre en la bañera de su casa. El agua, teñida de rojo, no dejaba lugar para las dudas: se había cortado las venas durante la noche y nadie se había percatado de ello. Ni un grito contenido, ni una tímida llamada de auxilio. Nada. Desde entonces, Krycek sabía que la muerte, cuando es buscada, puede ser extremadamente silenciosa. Pero Scully no era de ese tipo de mujeres que encuentra en una cuchilla de afeitar oxidada la solución a un matrimonio desafortunado. No. Ella era una luchadora, aunque, a veces, ni ella misma lo supiera.

 

- ¿Qué por qué os hacen esto, princesa? –repitió Krycek sin apartar la vista de los prismáticos- Porque esperan algo de vosotros. De hecho, somos muchos los que lo esperamos… Y mientras ese momento no llega, no nos queda otra opción que aguardar y observar vuestros movimientos de cerca. Muy de cerca…

 

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Eran pocas las puertas que separaban a Krycek de un hombre cuya identidad se ocultaba tras las sombras. A pesar de no conocerse ni saber el uno de la existencia del otro, ambos habían alquilado un apartamento en la misma finca a medio derruir. ¿La razón? Unas vistas privilegiadas: el piso de Scully.

 

- Lo sé todo de usted, agente –sin apartar la mirada del telescopio con el que estaba estudiando cada uno de los movimientos de Scully-. Conozco su grupo sanguíneo, su pánico infantil a los payasos, sé el nombre de su primer novio en el instituto, su auténtico color de pelo, su número secreto de la tarjeta de crédito, sus obras de caridad… Y sobre todo, sé que se siente muy sola. Lo único que desconozco de usted, agente Scully, es por qué a pesar del dolor que le ocasiona su soledad, persiste en aislarse sentimentalmente de las personas, o más bien dicho, de la persona, que podría poner fin a este destierro emocional –y mientras verbalizaba en voz alta sus pensamientos vio como Scully cogía el teléfono del salón y se disponía a llamar-. Vaya, los muros empiezan a caer, agente –y acompañó sus palabras con una contenida carcajada-.

 

 

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“Llamarle o no llarmarle. Llamarle o llamarle”. Scully se repetía mentalmente estas palabras como si estuviera desflorando una margarita y ésta tuviera que desvelarle si su amado le correspondía. No sabía nada de Mulder desde el miércoles. Esa noche, como era de esperar, no la llamó para preguntarle sobre el curioso parecido de la mantis religiosa con los extraterrestres, o cualquiera de sus estrafalarias aunque únicas teorías sobre lo alienígena y lo humano. Y cómo lo echaba de menos… El jueves tampoco se vieron en la oficina; tras la reunión con Skinner se fue directamente a casa. Antes de hablar con él tenía que aclararse un poco las ideas.

 

Pero fue poner un pie en su apartamento que las ganas de llamarle se convirtieron en una necesidad. A pesar de todo, se resistió, creyó que no era el momento de molestarle, conociéndole estaría encerrado en sí mismo buscando una brecha en el planteamiento de sus superiores que le permitiera impedir el cierre de los Expedientes X. El segundo día, y en vistas de que Mulder no la había obsequiado, tampoco, con su habitual llamada nocturna, se contuvo, más por amor propio que por falta de ganas. Fue durante el tercer día cuando empezó a inquietarse por su compañero. Los Expediente X eran su vida y sin ellos… Pero no fue hasta el lunes cuando la inquietud dio paso a la preocupación. Así que lanzó el orgullo por la borda y le llamó, una y otra vez. Y en todos los casos sólo oía cómo la señal se perdía hasta saltar el impersonal buzón de voz.

 

- Vamos, Mulder… Coge el maldito teléfono, por favor…

 

Pero sus súplicas cayeron en saco roto: o Mulder no podía ponerse al teléfono o no quería. Y entre ambas posibilidades, prefería la segunda, “te prefiero enfadado conmigo a malherido”, pensó para sí misma. Pero Scully podía llegar a ser muy testaruda y cuando quería algo, con todas sus fuerzas, no aceptaba un no por respuesta.

 

- Vas a oírme aunque sean las últimas palabras que nos crucemos, Mulder –y marcó, por enésima vez, el teléfono del móvil de su compañero-.

 

Mientras, al otro lado de la calle, y a tan sólo unos metros de su finca, dos pares de ojos indiscretos espiaban, desde las sombras, cada uno de sus movimientos.

 

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Lo que desconocía Scully es que el teléfono de Mulder hacía cuatro días que había dejado de sonar. Concretamente desde que lo arrancó, literalmente, de la toma telefónica. No quería hablar con nadie. De todas las personas del mundo que pudieran llamarle sólo respondería a una: Scully. Y si ella quería ponerse en contacto con él bastaba con que le llamara al móvil. Aunque tras el desplante del miércoles y su consiguiente rabieta de niño consentido, sería un auténtico milagro que Scully quisiera hablar con él. Y los milagros son sólo para los creyentes, y él era agnóstico, además de pecador. De hecho, se había ganado a pulso la indiferencia de su compañera. Que Scully estuviera dispuesta a renunciar a su tiempo libre cada vez que Mulder chasqueaba los dedos, no quería decir que estuviera obligada a ello. Y ese miércoles se negó.

 

-Mulder, por favor… Tengo ganas de llegar a casa y darme un relajante baño de espuma. Necesito quitarme este olor a muerto y a formol de encima. ¡Aunque sólo sea para recordar que yo SÍ estoy vida! Por favor, por favor…

 

Cualquier persona en su sano juicio se hubiera rendido ante una Scully de mirada cansada, voz suplicante y un lenguaje corporal que pedía a gritos dormir. Pero a Mulder siempre le faltó cordura y esa noche no fue una excepción.

 

- Vamos, Scully, sólo será un ratito… Yo pongo el piso, la comida y la compañía inmejorable –sonriendo-. ¿Acaso tienes mejores planes?

- Pues sí, Mulder. Tengo mejores planes que pasarme la noche del miércoles, tras cuatro horas de autopsias, con mi compañero adicto al trabajo redactando un informe. Mulder, que tú no tengas vida privada no significa que yo no quiera tenerla.

- Vaya, así que tienes una cita. Deberías haber empezado por ahí.

- No, no tengo una cita. Sólo quiero bañarme. ¿Tan difícil es de entender?

- Y yo no quiero privarte de ello, sólo postergarlo… ¿una horita? Total, tienes que comer igual.

- No, Mulder. No, no y no. Se acabó. Uno de los dos tiene que ponerle freno a esto y en vistas de que tú eres incapaz, lo haré yo. Basta. Son las ocho y mi jornada laboral hace tres horas que ha terminado. Nos vemos mañana.

- ¿Desde cuando es tan importante el horario, Scully? Que formemos parte del cuerpo de funcionarios no significa que tengamos que comportarnos como tal: de 8 a 5 con una hora para comer. Ni un minuto de más. ¿Es eso lo que quieres? ¿Qué seamos máquinas de redactar informes? –Mulder no entendía el cambio de actitud de su compañera y empezaba a inquietarse-.

- Mulder no sé de qué narices estás hablando. ¡Sólo quiero irme a casa a ducharme! ¡¿Es eso el fin del mundo?! ¡No, claro que no! Mañana por la mañana el sol continuará brillando, los atascos continuarán siendo los mismos y los expedientes sin resolver se seguirán amontonando sobre tu mesa.

 

Pero en eso último se equivocó. Y las premonitorias palabras de su compañera aún retumbaban en su mente. Ni el peor de los guionistas de Hollywood hubiera escrito una escena tan inverosímil y a pesar de ello, tan despiadadamente real. A esa crispada conversación le siguieron un alud de hirientes reproches mutuos que sólo terminaron cuando Mulder le dijo algo parecido a “quizás deberías ir buscando a otro compañero que siga más las normas”.

 

- Quizás, sí, Mulder.

 

Se dio media vuelta y se fue. Y Mulder se quedó ahí, en medio del aparcamiento vacío del edificio Hoover, sin entender cómo ni porque habían terminado diciendo tales barbaridades que, a decir verdad, ninguno de los dos pensaban ni por asomo. Esa noche Mulder se fue a casa abatido. Él no quería a otra compañera. Es más, se veía incapaz de realizar este trabajo sin ella a su lado. Ya se lo había dicho en una ocasión, tiempo atrás, cuando Scully estuvo a un paso de renunciar. Y ellos a escasos milímetros de besarse.

 

Aún unas horas más tarde, tumbado en su sofá, pensó en llamarla para disculparse, pero estaba demasiado dolido. Scully sabía qué resortes tocar para herirle y en el parking lo había hecho sin contención. Si bien no le culpó explícitamente de ser el causante de su autismo social, Mulder supo entrever en sus palabras dichas y, sobre todo, en las reprimidas cierto rencor. Y no le faltaban razones.

 

Mulder podía ser muchas cosas, pero no era un estúpido. Y cada vez que le pedía a Scully que renunciara a unas horas de su tiempo libre para seguirle en una de sus muchas y estériles corazonadas, era plenamente consciente de reforzar su aislamiento social. Pero no lo podía evitar. Necesitaba estar con ella, llenar sus horas con su presencia, su olor, su sonrisa… Y si para ello tenía que alejarla del resto de la humanidad lo haría y sin remordimientos. Excepto esta noche, cuando Scully le enfrentó consigo mismo acusándole de ser la razón de su soledad. “Es sólo trabajo, Mulder”, le dijo. Que equivocada estaba… “No Scully, no es sólo trabajo, de hecho el trabajo es lo de menos, es tan sólo la excusa para arañar unos minutos más de tu compañía, para reflejarme una vez más en tu mirada serena, para arrancarte una de esas escasas y valiosas sonrisas que guardas con celo y que son capaces de iluminar la noche”. Sólo trabajo, pensaba para sí mismo Mulder. “Algún día, Scully, lo entenderás todo. Aunque quizás ya sea demasiado tarde para nosotros”.

 

 

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Cuando de camino al baño Mulder vio cómo su móvil, que había dejado inconscientemente olvidado sobre su cama el día que llegó de la junta con Kersh, se iluminaba en silencio estuvo a un paso de darse de cabezazos contra la pared. “¡Mierda, lo dejé silenciado!”. Y se abalanzó sobre él sin calcular el efecto que su peso podía tener en el colchón de agua que, fiel a las leyes de la Física, catapultó el teléfono hasta lanzarlo al otro lado de la cama. “¡Joder!”. Arrastrándose como pudo, consiguió recuperarlo y, milagrosamente, éste continuaba funcionando. “Misterios de la tecnología”, pensó. Y entonces lo vio, diez llamadas perdidas de un mismo teléfono: “Scully_casa”.

 

- ¿Sí? –con la voz agitada por la maratón realizada-.

- ¿Mulder? -con una mezcla de tranquilidad y curiosidad en la voz-. ¿Interrumpo algo?

- No, Scully, tranquila. Hace apenas unos minutos que se ha ido la rubia recauchutada de turno.

 

Y ahí estaba el Mulder bromista y cínico de siempre. No todo estaba perdido.

 

- Y yo que creía que las preferías morenas…

- Scully, soy un hombre, y a los hombres nos gustan todas.

- Vaya, que decepción –dijo con una sonrisa en los labios-. Te creía más especial…

- Y lo soy, pero en cuestión de mujeres soy humano.

- Ah, será eso…

- Y dime, además de interesarte por mis gustos sobre mujeres, ¿querías algo más?

- Ahhhh… Bueno… Sólo saber cómo estabas.

- ¿Y por eso me llamas diez veces?

- Bueno, me tenías preocupada. Desde el… -e hizo una pausa para tomar aire- Desde el miércoles que no sé nada de ti y bueno, quería saber cómo lo llevabas…

- ¿Qué creías? ¿Que había hecho alguna locura de las mías? ¿De qué me crees capaz, Scully?

- Mulder, no sé de qué eres y de qué no eres capaz… Y sí, me preocupaba que pudieras hacer una estupidez de la que luego tuvieras que arrepentirte… Como quemarle el coche a Kersh –en un tono bromista-.

- Vamos, Scully, soy mucho más perverso e imaginativo que eso –conteniendo la risa-. Por algo me llaman Siniestro en el FBI, ¿recuerdas?

- Lo recuerdo perfectamente. Y cada vez estoy más convencida que es un calificativo que te va como anillo al dedo.

- ¿Qué? –con sorpresa en la voz- ¿De verdad me ves como una persona siniestra? No me extraña que quieras alejarte de mí…

- Mulder, yo no quiero… no quiero separarme de… me gusta trabajar contigo. Y lo sabes, no te hagas el ofendido. La decisión no ha sido mía… Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza que yo tenga algo a ver con todo esto, ¿verdad?

- Claro que no, Scully. De todos modos, poco importaría ya, ¿no crees?

- Por supuesto que importaría, Mulder. A MÍ me importaría. Yo…

- No me hagas caso. Estoy un poco confuso. Ya ves, además de siniestro, inestable emocionalmente. Vaya partido, ¿eh? –intentado quitar hierro al asunto-.

- Hay gustos para todo, Mulder. Además, el calificativo de siniestro entraña cierto… no sé, misterio.

- Scully, ¿desde cuándo eres tan… retorcida? – estallando en una sonora carcajada-. Así que soy misterioso… Vaya, lo que descubre uno tras siete años de convivencia profesional.

- Vamos, Mulder. Ya me entiendes. Siniestro es un mote que tiene su atractivo. No sé, inspira misterio…

- Eso ya lo has dicho.

- ¡Bueno, ni que estuviéramos en un concurso!

- Perdona, continúa, que esto empieza a interesarme –y se tumbó en la cama, que parecía moverse siguiendo la cadencia de las palabras de su compañera-.

- Pues lo que te decía. El término siniestro, aplicado a una persona, tiene su lado sexy. Evoca peligro, riesgo, intriga, inteligencia…

- Y la inteligencia es sexy…

- Eso mismo, Mulder –riéndose-.

- ¿Todo eso pensaste de mí antes de conocerme, Scully?

- ¿Eh? ¡No! –sonrojándose inocentemente-. Bueno, quizás un poco. Pero sólo un poco…

- Vaya, qué decepción debiste llevarte cuando cruzaste la puerta del despacho, ¿no?

- La falsa modestia nunca ha sido tu fuerte –estallando en una sonora carcajada-.

- ¿Me estás llamando prepotente?

- A veces la seguridad se confunde con el narcisismo, Mulder…

- Scully, me has roto el corazón –bromeando entre risas-.

- Venga, Mulder… Tú no tienes de eso –burlándose de su compañero-. Y puedes estar tranquilo, en muchas cosas has superado, con creces, las expectativas iniciales…

- Agente Scully, ¿no se estará insinuando, verdad?

- La agente Dana Scully nunca haría una cosa así.

- Ah, es verdad. Dana Scully, una mujer fría como un témpano de hielo –deformando su voz para darle una connotación más formal-.

- Eso mismo, Mulder. Más fría que el hielo.

- ¿Pues por qué será que tu voz suena a Trópico y no a Ártico esta noche? –desde hacía unos minutos, inconscientemente, habían convertido sus palabras en un evocador susurro cargado de veladas intenciones-.

- …

- Scully, sin ánimo de parecer repetitivo o poco imaginativo, ¿seguro que no te estás insinuando?

- ¿Tú qué crees, Mulder?

- Creo que, si no quieres tener que quebrantar otra norma del FBI esta noche, deberías ir cambiando de conversación, de tono e incluso de voz.

- ¿Qué le pasa a mi voz? –haciéndose la ofendida-.

- Es demasiado… sugerente.

- Pero es sólo una voz.

- Pues nunca antes había sonado como ahora –y sin premeditación, la mano de Mulder se deslizó tímidamente dentro de sus pantalones donde empezó a juguetear con su sexo. Con suavidad, sin prisas. Era más una caricia que un preámbulo de masturbación-.

- ¿Mulder?

- ¿Sí?

- Ya no somos compañeros.

- Lo sé, Scully.

- Por lo que si ahora mismo dejaras lo que estás haciendo, colgaras el teléfono y vinieras a mi casa… No estaríamos quebrantando ninguna norma.

 

Y tras una pausa durante la cual casi pudo oír cómo el cerebro de Mulder procesaba las últimas e incitadoras palabras de Scully, dijo: “Voy para allá”. Y colgó, dejando a su estupefacta compañera al otro lado de la línea pensando cómo narices habían pasado de “Mulder, cómo estás” a “Deja de masturbarte y ven para acá a hacerlo en compañía”.

 

- Los caminos del señor son inescrutables- dijo para sí misma y a modo de burla mientras sonreía en dirección al baño-.

 

 

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- ¡Sí, inescrutables, pero que yo sepa ninguno te conduce a los pantalones de tu compañero! –riéndose descaradamente-. ¡Vaya con la remilgada, agente!

 

Con los pantalones hasta las rodillas, los boxers a medio quitar y su palpitante sexo entre las manos, Krycek continuaba con la labor que, desde hacía unos minutos, había empezado con urgencia. Él no tardó tanto como Mulder en echarse mano a la entrepierna. De hecho, le bastó con oír la sugerente voz de Scully, con esa cadencia hipnótica, y percibir la respiración entrecortada de Mulder al otro lado de la línea cautivado por esa faceta desconocida de su compañera, para saber que esta noche se masturbaría pensando en esos dos. Tampoco sería la primera vez.

 

 

Krycek nunca había entendido el juego que se traían entre manos Mulder y Scully. Para él todo en la vida era más sencillo de lo que la gente se empeñaba en creer. Cuando Krycek quería algo, simplemente lo cogía. Es por ello que si a él le hubieran emparejado con la pelirroja se la habría cepillado a la primeras de cambio. Problema resuelto. Tanta tensión sexual reprimida no podía ser humanamente saludable para nadie, corrías el peligro de volverte loco. Y Mulder era la prueba fehaciente de su teoría: el epicentro de su locura estaba en sus malditos pantalones. ¿O acaso no es un loco aquel que se pasa siete años suspirando por una mujer sin atreverse a ponerle una mano encima? Cuando el sexo, o la ausencia de éste en el caso de Mulder, te nubla el juicio corres el peligro de empezar a pensar con los cojones. Y los cojones no suelen llegar a brillantes conclusiones. Por ejemplo, cruzar media ciudad bajo una inclemente tormenta tan sólo porque su compañera le ha excitado sobremanera con algo parecido a sexo telefónico. Sí, definitivamente, esa decisión la habían tomado sus cojones.

 

 

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Veinte minutos más tarde ya estaba delante del bloque de pisos de Scully. Y fue en ese preciso momento, entre poner el freno de mano y quitar las llaves del contacto del coche cuando Mulder reparó en su aspecto e indumentaria. El espejo retrovisor le devolvió un reflejo de sí mismo de lo más cruel: con el pelo alborotado, una más que incipiente barba, unas ojeras que evidenciaban las pocas horas dormidas, la camisa arrugada y la corbata a medio quitar, su imagen se asemejaba más a la de un loco que a la de un agente del FBI. “¡Mierda, joder, menudo gilipollas!”, golpeando con furia el volante del coche. Tras la conversación con Scully había salido tan rápido de su apartamento que ni reparó en su aspecto. Ahora, poco podía hacer. Así que optó por quitarse la corbata, arreglarse como pudo el pelo con las manos y deshacerse de su camisa. Recordaba que en el maletero siempre llevaba consigo una pequeña bolsa de viaje para imprevistos. Ahí encontraría una camiseta, seguramente igual de arrugada que su camisa pero sin olor a humanidad, y unos tejanos desgastados. “Bueno, peor que esto imposible”, dijo mirándose el traje, que había adquirido una estética a papel mâché.

 

Mientras, desde el edificio de enfrente, un inquieto Krycek se preguntaba qué narices estaba haciendo Mulder encerrado en su coche desde hacía cinco minutos.

 

- Qué, cabronazo, ¿ahora te ha entrado el pánico escénico? –con la vista clavada en sus prismáticos-.

 

 

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El ruido del ascensor al detenerse en su piso devolvió a Scully a la realidad: no había sido un sueño. Había hablado con Mulder por teléfono y se había insinuado como nunca antes, no ya con él sino con ningún otro hombre. Y ahora, venía a cobrarse lo que le había ofrecido en bandeja de plata: a ella misma. “Por Dios, Dana, ¿cómo pudiste?”. A su favor tenía que, si todo salía mal, al menos no tendría que verle la cara día tras día. Ya no eran compañeros. Quizás todo radicaba ahí. Por qué, tras siete años de compañerismo, se había esperado precisamente hasta ahora para dar ese paso que podía marcar un punto de inflexión irrevocable en su relación. La respuesta era simple: porque ya no tenían nada que perder.

 

Desde el jueves ya no eran compañeros y en unos días, cuando se hicieran efectivos sus nuevos destinos, dejarían de verse a diario. Incluso podrían pasar semanas sin saber el uno del otro. Todo dependería de ellos, de las ganas que tuvieran de preservar su amistad. Ya no habría obligaciones, ni inesperados casos de fin de semana, ni veladas nocturnas revisando informes. No, el trabajo ya no volvería a ser una excusa . Ni para preservar las distancias físicas y emocionales que les protegían de sí mismos, ni tampoco para verse. A partir de ahora, sólo se “citarían” por placer. Por el placer de hablar, mirarse a los ojos y contarse, entre bromas y contenidas insinuaciones, cosas mundanas e irrelevantes de sus nuevas vidas. Quizás, incluso, en algunas de esas citas fraternales Mulder le contara, ante una humeante taza de café, que había conocido a una mujer de piernas largas y lo suficiente interesante con la que compartir su vida. Y, mientras, ella le sonreiría con el corazón encogido.

 

Es por eso que Scully, esta noche, había decidido arriesgarse. Hacía tiempo que la soledad se había convertido en su única e inseparable amiga y empezaba a estar harta. Ella no era como Mulder: él lo había elegido, era una opción vital. A ella le había venido impuesta. Y no estaba cómoda con ello. Necesitaba sentirse acompañada, no sólo física sino también emocionalmente. Y, desde hacía tiempo, ese calor se lo había proporcionado Mulder, él había llenado cada hueco de su vida. Por ello, cuando desapareciera de su día a día, sólo le quedaría la sensación de abandono y desamparo que acompaña toda ruptura amorosa, pero con la diferencia de que entre ella y Mulder nunca había habido una relación de este tipo. No hasta ahora.

 

Ding, dong-.

 

 

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Scully estaba mentalmente preparada para casi todo cuando abrió con ímpetu la puerta de su casa. Pero ese “casi” no incluía a un Mulder con los zapatos en la mano, calado hasta los huesos, con el pelo cubriéndole los ojos y la camisa tentadoramente arrapada a su atlético torso. Para eso, sin dudas, no se había preparado.

 

- Mulder, por Dios, pero qué…

- Llueve.

- Eso ya lo veo. ¿Y no sabes lo que es un paraguas? –mientras le indicaba con una mano que pasara-.

- Sí, claro, un utensilio portátil para resguardarse de la lluvia, compuesto por un…

- Mulder, no me tomes el pelo, por favor…

- De acuerdo… –apartándose torpemente los pelos de la cara y dejando a la vista esos magnéticos ojos esmeralda capaces de desarmar al mismísimo Skinner-.

- Vamos, haz el favor de pasar, que vas a pillar una pulmonía. Pero mírate, ¡si estás calado hasta los huesos!

- Scully, ¿puedo usar tu baño?

- Es lo más sensato que has dicho desde que has entrado por esta puerta –sonriendo-. Voy a buscar una toalla y a ver si encuentro algo que puedas ponerte, quizás tenga unos pantalones de mi hermano por ahí…

- No te preocupes por eso, con la toalla me basto –dijo en tono burlón-.

- Mulder… -a modo de reprimenda-.

- Es broma, mujer. Traigo conmigo lo necesario para pasar aquí la noche sin tener que subirte los colores –riéndose desde el quicio de la puerta del dormitorio de Scully, donde ella continuaba buscando una toalla lo suficiente grande como para cubrir toda la humanidad de Mulder-. Scully, por favor, quieres estarte quieta un momento, me estás mareando –agarrándola con delicadeza de los brazos para inmovilizarla-.

 

Desde la llegada de Mulder, Scully no había parado de moverse nerviosamente por el apartamento. Se sentía tan vulnerable e incómoda… No quería abordar la razón por la que, un lunes a las 23:30 de la noche, Mulder estaba descalzo y empapado hasta los huesos en su casa. Temía que, si hablaban de ello, de lo acontecido hacía apenas media hora, todo se resquebrajara. Lo más fácil y sensato sería dejarlo pasar. No sería la primera vez, ni seguramente la última, que escondieran la mano tras lanzar la piedra. Los coqueteos, indirectas, insinuaciones, ataques de posesión y celos, caricias y besos fraternales se habían convertido en ingredientes habituales de su particular relación de compañeros. Ambos sabían lo que se ocultaba tras esa caricia que hacía tiempo que había dejado de ser casual o tras esa mirada innecesariamente larga. Deseo. Los dos lo sabían, era un secreto compartido, y a pesar de todo, se empecinaban en mantener las distancias. Hasta hoy, cuando un Mulder en remojo decidió decir basta. No estaba dispuesto a olvidar la conversación telefónica. Esta vez, no.

 

- Ehy, mírame, que soy yo. Más desaliñado de lo normal, pero en definitiva el mismo Mulder de siempre, tu siniestro e interesante “ex compañero” –y enfatizó esta palabras con una sonrisa en el rostro-. Scully, tranquila –frotándole con suavidad las manos, que mantenía aprisionadas entre las suyas-. Que sólo estoy mojado, nada más.

- ¿Ya has olvidado la facilidad con la que te acatarras, Mulder? -y con esas palabras el nerviosismo acumulado hasta entonces pareció evaporarse-. No quiero tener que ausentarme el primer día en Quántico para cuidar a mi ex compañero…

- Tranquila –acariciándole cariñosamente el rostro-. Prometo no caer enfermo hasta el segundo día de trabajo.

- Oh, no tienes remedio –dándole un golpecito en el pecho, que fue inteligentemente aprovechado por Mulder para dejarse caer sobre la cama arrastrándola con él, que aterrizó encima suyo-. ¡Por Dios, Mulder, pero si estás chorreando!

- Por suerte eso no lo he dicho yo, si no creerías que soy un pervertido que sólo intenta llevarte a la cama.

- Mulder… Ya estamos en la cama… -levantando la ceja-.

- Lo sé, pero para lo que tenía en mente nos sobra mucha ropa, Scully –susurrando seductoramente estas palabras al oído-.

- En eso tienes razón, porque ducharse con ropa puede ser algo MUY incómodo –guiñándole un ojo e incorporándose de la cama con dificultad -.

- Touché. Esta vez te lo permito, pero sólo porque estoy empezando a entrar en fase de glaciación y poco te serviría en este estado. Pero cuando salga de ahí –señalando el baño de Scully- vamos a retomar esta conversación donde la dejamos y nada de escaparse por la tangente, dialécticamente hablando. Estás advertida –y antes de que Scully tuviera tiempo a salir del dormitorio, Mulder la agarró del brazo tirando de ella hasta que quedaron frente a frente. Y con total naturalidad, la besó. Un inesperado y cálido beso en los labios-. Esto es sólo un anticipo –y tras acariciarle juguetonamente la punta de la nariz, le dio la espalda camino del baño sin darle tiempo a decir o hacer nada-.

 

Y ahí se quedó Scully, de pie e inmóvil, ante la puerta del aseo de su casa y con un refrescante sabor a agua de lluvia en los labios. “Mulder, nunca dejarás de sorprenderme”. Pasaron unos minutos hasta que Scully comprendió que las murallas, que día a día se habían esforzado obstinadamente en construir y sobre todo en mantener en pie, estaban en ruinas. Mulder las había derruido con un simple beso. Así que, apartando metafóricamente de su camino los cascotes del fuerte, Scully se deshizo de su camiseta húmeda, sus pantalones deportivos y el resto de su indumentaria y se metió en el baño con Mulder.

 

- Has tardado mucho, Scully. El agua empezaba a enfriarse…

 

Esas fueron las últimas palabras, inteligibles, que oyó Krycek aquella noche en el apartamento de Scully, justo antes de que la puerta del baño se cerrara tras la pelirroja. ¿Quién iba a imaginarse que la primera vez entre esos dos iba a ser en el baño?

 

- ¡Malditos cabrones! –riéndose mientras dejaba los prismáticos sobre la mesita. Su trabajo, por el momento, había terminado-.

 

Durante los años en los que colaboró con el Sindicato en calidad de sicario, Krycek tuvo acceso a documentos confidenciales capaces de hacer perder la fe al más devoto. Experimentos, pruebas, manipulaciones genéticas, planes de clonación y posterior repoblación… El futuro al que tuvo acceso Krycek era un Infierno en la Tierra. Y fue entre ese alud de documentos clasificados que descubrió el expediente médico de Scully. No le habría dado mayor importancia si no fuera porque adjunto a éste estaba el de Mulder. “¿Mulder? ¿Qué hace aquí un expediente médico de Mulder?”. Su particular obsesión con él le llevó a indagar más y más, necesitaba saber qué se proponían. Y fue entonces cuando descubrió los planes del Fumador: crear el híbrido perfecto, el único capaz de sobrevivir a la inminente colonización. La buena noticia para el Sindicato es que sabían cómo lograrlo; la mala es que la madre biológica de ese ser perfecto, más humano que un humano, era la agente Dana Scully y ella… Era estéril. “Ironías de la vida, ¿eh cabrón? ¿Quién iba a imaginarse que la clave de todo estaba en los ovarios de una mujer que, casualmente, tú convertiste en estéril?”.

 

Tras la traición del Fumador y su frustrado intento de asesinato, Krycek pasó a la clandestinidad pero sin renunciar a la lucha. En la batalla que iba a librarse en un futuro cercano él tenía sus propios intereses. Pero a pesar del tiempo transcurrido, nunca se olvidó de ese casual, aunque trascendental, descubrimiento. Krycek sabía lo que se jugaba el Fumador, por ello nunca dudó que conseguiría subsanar su error inicial para que sus planes vieran la luz. Y, según sus contactos, lo había subsanado. Sólo quedaba esperar. Esperar el día que los límites de la amistad fueran rebasados.

 

Y ese día había llegado.

 

 

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Mientras, en la oscuridad del mugriento piso sin calefacción ni agua corriente contiguo al de Krycek, un hombre se movía nerviosamente entre las sombras. El día había llegado. La espera, aunque larga, había valido la pena: hoy iba a ser el inicio de una nueva era. Apartó el telescopio de la ventana desde donde había estado vigilando sin tregua el apartamento de la agente esperando, precisamente, este momento. Había sido necesario un último empujón por parte del Sindicato para que los acontecimientos se precipitaran. “El fin justifica los medios”, decía Maquiavelo. Y cuanta razón tenía, el cabrón…

 

Al principio, no lo veía nada claro, pero las órdenes ya estaban dadas: los Expedientes X serían clausurados y sus dos agentes reasignados a otros departamentos. No entendía cómo separándoles se podría lograr el objetivo que desde hacía tantos años andaban persiguiendo. Y así se lo hizo saber al Sindicato durante el transcurso de la reunión en la que le notificaron los nuevos planes. En su turno de palabra mostró su rotunda oposición a las nuevas órdenes. Fue entonces cuando un hombre de edad avanzada, facciones demacradas, andar curvado y mirada glacial le dio, entre intermitentes caladas a su cigarrillo, una explicación que tan sólo ahora, viendo lo que había sucedido esta noche, lograba entender: “Sólo valoras lo que tienes cuando te lo arrebatan. Entonces, todo lo que antes te parecían obstáculos o razones para no actuar, pierde sentido, porque lo único que cobra importancia es … ÉL. O ELLA. Según quien de los dos se atreva a dar el primer paso”. En su caso, y como ya era habitual en ellos, los dos lo dieron a la vez. Sí, había sido necesario manipularles una vez más, amenazándoles con una separación profesional, para que silenciaran a su conciencia y concedieran a sus emociones libertad para actuar. Pero había valido la pena.

 

Y mientras pensaba en la naturaleza contradictoria de la raza humana, miró una vez más por la ventana de su apartamento hasta dar con el dormitorio de Scully donde, cobijados por la oscuridad de la noche, dos cuerpos yacían desnudos y abrazados ajenos a las consecuencias que iba a desencadenar su acto. Millones y millones de personas se entregan, diariamente, unos a otros. Por amor, por placer, por celos, por inconsciencia o hastío, pero de esas uniones no nacería un ser capaz de cambiar el decurso de la Humanidad. En cambio, de la unión de esta noche, sí.

 

- Descansad, que os quedan muchas batallas por librar, amigos míos.

 

 

Tras bajar la persiana de su piso, que llevaba meses permanentemente subida, cogió el teléfono y llamó. Con el primer timbre, saltó el contestador, tal y como estaba previsto. Y tras coger aire, sólo dijo: “Está en camino”.

 

 

FIN

 

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