fanfic_name = EL TANGO DE ED JERSE
author = Spooky2
dedicate = Agradecimientos: Es una constante en mis últimos relatos, pero al César lo que es del César: muchas gracias FBI por tus consejos, tu energía y ... TODO. Tú ya lo sabes. Y a tod@s l@s que os tomáis el tiempo para leer los relatos y para dejar comentarios. Os lo agradezco muchísimo. Así que gracias a tod@s! Y espero seguid “viéndoos” durante mucho tiempo.
Feedback: Espero, con emoción, vuestras opiniones: sean cuales sean serán bien recibidas a: alexsoleteARROBAyahoo.es
Rating = sleeping_bags
Type = Humor
fanfic =
1. Ira
Mulder siempre asoció a Scully con el vals. Este cadencioso, comedido, equidistante y formal, sobre todo formal, baile de salón le recordaba de manera inconsciente a su compañera. Y, de forma especial, a su relación con ella. Dentro o fuera de la oficina, ellos dos siempre parecían moverse al son de un constante y ceremonial vals vienés. Las distancias físicas, y porque no, emocionales, estaban escrupulosamente establecidas en las reglas de esta modalidad de danza: una mano en la cintura y otra en el antebrazo. Terminantemente prohibido deslizar una de ellas hacia las caderas o el trasero. Eso no sería propio del vals, quizás sí del rock & roll o del tango, dos bailes demasiado fogosos como para poder adaptarse a su contenida y aséptica relación de compañeros.
Y entre vals y vals discurría su relación, fuera y dentro de la oficina, hasta que la realidad le estalló a Mulder, a traición y con suma virulencia, en la cara: Scully se había acostado con un tipo al que había conocido una noche en un bar de Philadelphia mientras estaba de misión oficial. Además, éste había intentado matarla y, para rizar el rizo aún más si cabe, se había tatuado el trasero. Sí, su formal y comedida Scully se había tatuado una puta serpiente en medio del culo. O cerca de su radio de acción. Definitivamente, la había subestimado. O bien sobreestimado su relación con ella. “Mientras para mí sólo hay vals en su carné de baile, al resto de mortales, sobre todo si son peligrosos asesinos en serie, les reserva lambadas, tangos y merengues”.
- ¡A la mierda el vals y los malditos bailes de salón!
Con un portazo que retumbó en toda su oficina ya vacía a esas horas de la noche, Mulder abandonó el edificio Hoover con un expediente clasificado bajo el brazo: el de Scully. Más bien dicho, uno de los expedientes de Scully. Porque tras su abducción y el asesinato de su hermana Melissa, a su compañera se le empezaban a acumular las carpetas clasificadas. Y este expediente, concretamente, le quemaba en las manos. No lo había abierto. En realidad, no quería mirarlo porque sabía lo que encontraría en él: pruebas médicas que certificarían el estado pseudonarcótico en el que la hallaron, la trascripción pormenorizada del interrogatorio, fotos del detenido y, sobre todo, el maldito tatuaje. El origen de todo este embrollo. La constatación de que a Scully le aborrecía el vals, y a pesar de ello, era la única modalidad de baile capaz de escenificar una y otra vez con él.
No, Mulder no estaba preparado para enfrentarse a ello. Quizás una copa ayudara un poco. Con unos tragos de alcohol en su organismo lo vería todo más… Desenfocado
2. Posesión
Pub Hard Five Lounge
22:55
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Éste era el número de vasos vacíos que se enfilaban en escrupulosa línea recta ante la mirada perdida y vidriosa de Mulder. Nunca le había gustado beber. En realidad, aborrecía el simple olor a alcohol. Por eso no bebía. Excepto cuando estaba tan furioso que se creía capaz de matar a alguien con sus propias manos o empuñar su arma reglamentaria y bolarse la sesera. Entonces se acercaba al bar junto a su casa y ahogaba su instinto criminal en litros y litros de alcohol. Y no abandonaba el local hasta cerciorarse de que el maldito impulso estaba en coma etílico. Y éste era el caso esta noche. Habían sido necesarios menos tragos de los que previamente había calculado. Quizás porque la causa de sus males era, esta vez, su compañera y no una rata como Krycek. Con él necesitó dos botellas de tequila para adormecer, a duras penas, sus ganas de golpearle hasta la extenuación. Y aún así, estuvo a un paso de matarlo. Claro que Scully se le adelantó y le disparó primero, hiriéndole en el hombro. Aún a veces, esa herida le dolía. No le guardaba rencor por ello. Ese dolor intermitente le recordaba que no siempre tendría a su compañera a su lado para salvarle el trasero. “Tatuaje”. La ágil asociación de ideas le golpeó, a traición y con la guardia bajada, de lleno en su atormentada conciencia.
- Maldita seas, Scully -y mientras se levantaba con sumo esfuerzo del taburete de la barra del bar, Mulder empezaba a comprender que nunca más la palabra trasero volvería a tener el mismo significado para él-.
Pasaban unos minutos de las doce de la noche cuando abandonó el bar dando tumbos de un lado a otro de la calle. Por suerte estaba cerca de su casa. Andar un rato no le sentaría mal. Quizás el gélido aire nocturno le devolviera la cordura que había dejado olvidada en la mesa de su despacho días atrás.
- No todo tiene que ver contigo, Mulder. Es mi vida.
Esas palabras aún retumbaban en su mente como el estribillo de una pegadiza canción del verano. “Sí, pero es…”. Se contuvo, no era el momento. Mulder sabía que no era ni el momento ni el lugar indicado para hablar de ello. Estaba demasiado alterado como para mantener una conversación neutral con Scully. Sabía que si le volvía a repetir “es mi vida”, él perdería el control hasta recriminarle su actitud poco profesional e indigna de una agente del FBI.
Mulder se sentía como un león enjaulado, se sabía acorralado, indefenso y traicionado por su domador, aquel que le alimentaba y le hacía sentirse el rey del circo, a pesar de estar apresado entre barrotes de hierro. Por lo que la única salida ante tal desplante era adoptar una actitud guerrera: rugir de manera intimidatoria, enseñar las garras y aprovechar cualquier bajada de guardia para abalanzarse sobre él y descuartizarlo. Y Scully, desde que regresó de Philadelphia con el alma hecha añicos, el rostro amoratado y la piel marcada por un deseo prohibido, había dejado de ser su fiel domador para convertirse en su verdugo. Y Mulder sacaría las garras a la primera de cambio. Lo sabía. Por eso cuando Scully le replicó “no todo tiene que ver contigo”, Mulder se contuvo.
“Claro que no, porque tú no me dejas, Scully. ¡Porque mientras yo me acerco a ti con suma delicadeza, tú te lanzas a los brazos del primer maníaco que se cruza en tu camino! ¿Qué tiene ese tal Jerse que no tenga yo, eh? Si querías a un loco, ¿acaso hay mayor loco que yo?”. En esas estaba Mulder cuando una avalancha de imágenes a modo de flash empezó a bombardearle el cerebro. En ellas veía a Scully semidesnuda en la cama de una mugrienta habitación y cómo un hombre sin rostro y con un tatuaje parlante en el brazo le arrancaba la blusa de un tirón, exponiendo su desnudez cubierta tan sólo por un sujetador de encaje negro. Después la veía contornearse de placer, con los labios entreabiertos por la excitación, arqueando la espalda hasta dejarse penetrar por esa humanidad medio vestida que la poseía con una pasión animal. Y ella gritaba. Pero esta vez de placer. De puro y superfluo placer.
Y mientras esas imágenes oníricas le nublaban la vista, unas arcadas violentas le obligaron a arrodillarse en la acera hasta escupir el alma por la boca. No estaba lo suficientemente ebrio como para vomitar las copas que su hígado aún no había tenido tiempo de asimilar. Pero tampoco lo suficientemente sobrio como para digerir esas imágenes sin que el estómago le diera un vuelco. A pesar de ser fruto de su inabarcable imaginación, Mulder sospechaba que la realidad de esa noche no difería mucho de ese collage de tórridas escenas que parecían sacadas de una de aquellas películas que no eran suyas. Y no estaba preparado para sobrellevar ese episodio en la vida privada de su compañera.
Habían transcurrido varios días desde ese “incidente” y, por mucho que intentara asimilar que se trataba de su vida y que con ella podía hacer lo que se le antojara, el mero hecho de imaginarse a Scully jadeando en brazos de otro hombre le removía sobremanera las entrañas. “Yo he estado con otras mujeres desde que te conozco, y nunca ha sido un problema. No me sentía culpable por ello ni tampoco creía deberte explicación alguna. ¿Por qué ahora, cuándo los papeles se invierten, no puedo soportarlo?” Por celos. El maldito instinto primitivo de posesión del macho dominante. Algunos lo llamarían supervivencia de la especie. Mulder lo llamaba, simplemente, territorialidad.
3. Soledad
Pasaban unos minutos de la una de la madrugada del sábado cuando Mulder consiguió introducir, con más esfuerzo que destreza, la llave en la cerradura de su casa. Había tardado casi una hora en recorrer, tan sólo, tres calles. A pesar de todo, el esfuerzo no había sido inútil, de la borrachera sólo le quedaban las consecuencias.
- Hogar, dulce hogar…
La luz tenue que procedía de la iluminación callejera bañaba su apartamento de un sinfín de sombras que, esta noche, se le antojaban como una grata compañía. En el rincón, sus pececillos de colores continuaban sobreviviendo de forma milagrosa en esa pecera que, en cualquier momento, adquiriría vida propia para huir de las garras de su despiadado dueño. De pie en medio del estar, Mulder echó un rápido vistazo a su alrededor y lo único que vio fue soledad, retazos de una soledad inabarcable. Y encima de la mesita de estar, el expediente de Scully. Lo había dejado ahí al entrar, de manera inconsciente, como hacía siempre que se llevaba trabajo a casa.
- ¿Qué les habrás contado a los policías, Dana?
Fuera lo que fuera, Mulder no estaba preparado para descubrirlo. No esta noche. Tenía la cabeza a un paso de la autodestrucción y su estómago se había amotinado contra él. Necesitaba descansar. Aunque sólo fueran un par de horas.
4. Interferencias
- No llamará. Hoy tampoco llamará, Dana. Quítatelo de la cabeza y duerme de una vez.
Eran las tres y media de la madrugada cuando Scully se removió incómoda en su cama por enésima vez en los últimos cinco minutos. Era incapaz de acordarse de cuando las intempestivas llamadas de Mulder se convirtieron en un ritual para ellos, en un pulsómetro de su relación. Pero sí recordaba en qué casos Mulder no la llamaba: cuando estaba en peligro de muerte o cuando estaba molesto con ella. Desde el maldito caso de Philadelphia que las cosas no marchaban bien entre ellos. Mulder estaba huidizo, malhumorado y apenas le hablaba. Y las pocas palabras que intercambiaban hacían referencia a algún caso en el que estuvieran trabajando.
Para Scully tampoco era nada fácil. Se sentía una estúpida, una niña malcriada a la que no se la puede dejar sola. Y encima el maldito tatuaje, que le escocía horrores recordándole una y otra vez su error. Su estúpido e irracional error.
- Maldita sea, Dana, ¿en qué coño pensabas?
“En Mulder. Pensaba en Mulder. En Mulder y en su indeferencia, como compañera y, sobre todo, como mujer. Por qué no me puede mirar a mí como a la maldita entomóloga de nombre ridículo, eh? ¿Por qué? Porque somos amigos”.
Sí, Dana sabía que, en gran medida, ella misma con su actitud fría y en la mayoría de las ocasiones distante, había fomentado la indeferencia sexual de Mulder. Durante toda su vida profesional se había esforzado por conseguir que sus compañeros, primero de estudios, después en la academia y finalmente en la agencia, la respetaran como a un igual. Había invertido tantas horas de su tiempo en mimetizarse con los hombres con los que trabajaba que, por el camino, se había olvidado que, antes de doctora, forense y agente del FBI, era mujer. “Estoy recogiendo lo que yo misma he sembrado”. Y mientras pensaba en ello, le propinó un hercúleo puñetazo a la almohada que, desde hacía días, le servía de sparring para desahogarse de sus imprevisibles ataques de frustración nocturna.
- Muy bien, Mulder, tú los has querido. Basta de idioteces, ya somos mayorcitos como para andarnos con chiquilladas.
Y sin darse un segundo para recapacitar y evaluar su impulsiva decisión, Scully cogió el auricular del teléfono de su mesilla de noche y le dio a la tecla del 1. Y el número que apareció en la pantallita luminiscente fue el de Mulder. Fueron necesarios cinco timbres para que respondiera al otro lado de la línea.
- Sí…
- Mulder… Soy yo.
- ¿Scully? –aclarándose la garganta en un inútil intento de disimular las copas ingeridas y darle tiempo a su lengua de esparto a recuperar su agilidad habitual-. ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?
- Eso dímelo tú.
- ¿Cómo? Scully, por Dios, no estoy para acertijos a estas horas de la madrugada y…
- …Y con una resaca memorable por lo que veo.
- Bueno, yo no iba a usar esa palabra exactamente pero…
- He dado en el blanco. Pero Mulder, si tú no bebes…
- Ni tú follas con desconocidos.
Llámese efecto secundario del alcohol, llámese estado de pseudosonambulismo o un ataque de sinceridad aguda, pero las palabras le vinieron a la boca como dictadas por un mal apuntador teatral. A las tres y media de la madrugada, Mulder le había reprochado a su compañera de trabajo haberse acostado con un desconocido.
- Vaya. Así que se trataba de eso. TODO se reducía a “eso”.
- Eh… Scully… yo… escucha…
- ¿Qué ocurre ahora, Mulder? Tantos cojones que has demostrado tener hace apenas unos segundos, ¿y ahora qué? ¿Se te ha ido la fuerza por la boca?
Scully apenas se reconocía. Estaba fuera de sí. No es que no soltara tacos, sino que no solía hacerlo en público y mucho menos, ante Mulder. Para Scully los insultos eran un símbolo de debilidad. Y si, además, aunabas improperios con gritos, como en este caso, el mensaje era claro: pérdida total de control. Y eso era la última cosa que pretendía Scully cuando, minutos atrás, había descolgado el auricular para llamar a Mulder.
- Scully, ¿has dicho “cojones”?
- Oh, Mulder…
- ¡Sí, has dicho cojones! ¡La católica e impoluta agente Dana Scully ha dicho “cojones”! –a Mulder empezaba a divertirle esta nueva situación. No se le presentaba siempre la oportunidad de ver a su compañera fuera de sí-.
- Pues toma nota también de esto, Mulder: “Ve-te-a-la-mier-da”.
Y colgó. Sin más.
- ¡No me lo puedo creer! ¡Scully me ha colgado! –mirando con sorpresa el auricular del teléfono como si pudiera hallar en él las respuestas a las preguntas que, a tropel, le venían a la mente-.
Mulder no salía de su asombro. No sabía si tomarse a risa la situación o simplemente echarse a llorar. En menos de dos minutos habían perdido los estribos como nunca antes en sus cuatro años de fraternal relación. Y todo, absolutamente todo, por una cuestión personal. No habían discutido por la naturaleza terrestre o extraterrestre de unas babas en un cadáver o por la refutable hipótesis de que un clan de vampiros modernos estuviera saqueando los bancos de sangre de Washington. No. Habían dicho “follar”, “cojones” y “mierda” por razones personales. Porque Scully se había acostado con otro. “¿Otro? Sí, otro que no fui yo, joder”. Y en ese momento, como si alguien diera al interruptor de la corriente, una lucecita se prendió en el cerebro de Mulder: “Joder, todo es porque YO quería ser ese otro!”.
Y mientras una sonrisa de asombro se vislumbraba en su rostro soñoliento, Mulder salió como un vendaval de su apartamento. Le bastaron treinta segundos para llegar a la calle y montarse en su coche. “¡Todo esto es por sexo!”
5. Frustación
- ¡Serás cabrón! ¡Maldito seas, Mulder!
Definitivamente había sido muy mala idea llamarle. No sólo no había solucionado nada, sino que además lo había empeorado todo. Por increíble que pareciera a priori, todo estaba mucho peor que antes.
- ¡Y ahora quién coño duerme!
Y, una vez más, su cojín volvió a recibir las consecuencias de su frustración. Lo lanzó con todas sus fuerzas contra el suelo del dormitorio donde reposaban sus otros compañeros de fatigas. De hecho, la habitación de Scully parecía un campo de batalla: a los cojines se unían los pantalones del pijama, el albornoz, las zapatillas y la ropa que, horas antes y con sumo cuidado, había dejado preparada para la mañana siguiente. Todo formaba un amasijo colorista de telas que convertía el suelo de su dormitorio en una especie de improvisado patchwork gigante.
Sabía que eso no era normal en ella. Perder los estribos de ese modo no era propio de la fría doctora Scully. Pero hacía días, concretamente desde lo de Jerse, que se sentía extraña. Estaba alterada. Física y emocionalmente alterada. Tenía una constante sensación de opresión en el pecho, como si le faltara el aire y su pulso latía más acelerado de lo habitual. Dentro de los límites de normalidad, pero más acelerado en definitiva. Estaba irritable, irascible y a la defensiva. Y todos estos síntomas se multiplicaban exponencialmente ante la proximidad de Mulder. Entonces los sofocos se convertían en ardores, el corazón le latía con tanta rapidez que temía que fuera a salírsele por la boca y la irritabilidad se convertía en instintos asesinos. Se le entrecortaba la respiración y una sudoración que no tenía nada que ver con el calor físico cubría todo su cuerpo. Era doctora y sabía identificar los síntomas: estaba excitada. Llevaba varios días permanentemente excitada. Y lo peor del caso es que no podía sacarse de la cabeza a Mulder. Eso no era extraño, lo extraño era CÓMO se lo imaginaba.
- Por Dios, Dana, serénate. Esto tiene que tener una explicación razonable.
La tuviera o no, estaba demasiado turbada como para encontrarla ahora. Lo único que le preocupaba en ese momento era deshacerse de ese calor interno que le abrasaba el alma. Tan sólo una camiseta interior blanca y unas braguitas a juego le cubrían su desnudez y, a pesar de estar en pleno mes de diciembre, sentía su piel arder.
- Si fuera un animal pensaría que estoy en celo. Pero no lo soy. Soy una maldita agente del FBI que se ha tatuado el trasero como acto de rebeldía porque su compañero no quiere follar con ella.
Scully sabía que, de vez en cuando, Mulder salía en busca de compañía. Y no siempre era una compañía “desinteresada”. Y esto la ofendía por partida doble. Primero, por tener sexo a sus espaldas y segundo, por creer que cualquier mujer del universo era lo suficientemente aceptable para acostarse con él exceptuándola, claro está, a ella. Y eso, como mujer, dolía. Vaya si dolía, te dejaba la autoestima por los suelos.
Entonces, si podía pagar por tener sexo con una desconocida, ¿por qué no podría tenerlo con ella? ¿Acaso ella, por el simple hecho de ser mujer, no tenía las mismas necesidades sexuales que él? Sí, claro que sí. Aunque no siempre aprovechaba las oportunidades cuando éstas se le presentaban. Podría haberse acostado con Ed. Pero no lo hizo. Le apetecía, Dios sabe cómo le apetecía. Desde que le vio en la tienda de tatuajes que le deseaba. Quizás fue su aspecto desaliñado, quizás su mirada lasciva recorriéndola al detalle o simplemente el hecho de sentirse deseada de nuevo, de ser mirada como una mujer y no como una profesional y fría agente uniformada. Las razones poco importaban ya, lo único cierto es que en esa maldita tienda de tatuajes, Scully ardía de deseos por un desconocido. Y a pesar de todo, cuando una vez en su apartamento y tras beber unas copas de más todo apuntaba al sexo, se frenó en seco. Como una jarra de agua fría que caía sobre su sensibilizada piel, abrió los ojos y, por una milésima de segundo, vio a Ed besándola con desesperación. Y no a Mulder. Fue entonces cuando todo su cuerpo se alió en contra suyo y tuvo que detenerse.
Apenas habían empezado con los preliminares y Dana Scully se echó atrás. ¿Y por qué? Por Mulder. Porque era en él en quien pensaba mientras sentía cómo las ágiles manos de Ed se colaban en su ropa interior, ya húmeda, hasta enredarse juguetonamente en su pubis. Porque eran los labios de Mulder los que imaginaba lamiendo sus endurecidos pezones. Porque era su erección la que se imaginaba palpitante entre sus manos. Por todo ello, cuando abrió los ojos y se encontró con el rostro desencajado y sudoroso de Ed no pudo seguir. Y desde entonces que acarreaba con esta sobreexcitación que la estaba consumiendo en vida. Lo había intentado todo y nada. El problema radicaba en que ésta nacía muy adentro, tan adentro que sólo Mulder podría llegar hasta ella. Y Mulder no estaba aquí.
- Maldito seas de nuevo, Mulder. Si tan sólo pudiera odiarte… –y hundió su cabeza en la única almohada que le quedaba en la cama ahogando en ella un desgarrador grito de impotencia-.
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6. Cobardía
Diez minutos. Mulder llevaba diez interminables minutos delante de la puerta del apartamento de Scully sin atreverse a llamar. Sabía qué le había llevado hasta ella, pero no sabía qué le diría cuando se enfrentara a su mirada. “Hola, Scully. Siento haberte despertado. Sólo quería saber si quieres follar conmigo”. Bueno, ésta podría ser una primera aproximación. Errónea. Pero sin lugar a dudas, una aproximación. Quizás se cobraría un segundo balazo: y éste no sería ni superficial ni en el hombro.
- Vamos, Mulder. Te has enfrentado a situaciones mucho más difíciles que ésta. ¡Es tan sólo Scully!
Así que se armó de valor y golpeó, con suavidad, la puerta del apartamento de Scully. Dos golpes. Dos tímidos golpes con los nudillos con el contradictorio deseo de que Scully los oyera y con la vana esperanza de que hiciera caso omiso. Pero Scully no los oyó, estaba demasiado ocupada peleándose con la almohada y dando pataletas a la colcha como una niña pequeña a la que han dejado sin postre. Así que, una vez más, Mulder optó por desestimar los consejos de la voz de su conciencia que le gritaba huir antes que complicar aún más las cosas y sacó la llave que siempre llevaba consigo. La introdujo en la cerradura y abrió la puerta dejando que el aroma a Scully le inundara las fosas nasales. Uno, dos, tres pasos a oscuras y Mulder se encontraba en medio del salón de su compañera. Sería capaz de recorrerlo con los ojos vendados. Y mientras se habituaba a la oscuridad la oyó. No era una voz, era más bien un murmullo ahogado. “Scully”. Sin pensárselo dos veces se encaminó con sigilo al dormitorio de su compañera. “No estoy preparado para un Kamasutra en vivo y en directo, Scully. Demasiadas emociones en poco tiempo. Dame tiempo para asimilar que tienes una vida sexual ajena a mí…”. Y sus súplicas, en parte, fueron escuchadas.
Aunque el espectáculo con el que se encontró Mulder cuando entornó, con suavidad, la puerta del dormitorio de Scully no era apto para todos los públicos: Scully tumbada boca abajo en la cama, con la cara hundida en la almohada y dando patadas y puñetazos a un ser “invisible”. Todo esto acompañado por unos gritos ahogados por el cojín. Y sin olvidar el pequeño, aunque trascendental detalle, de la vestimenta. O escasa vestimenta para ser exactos: sí, camiseta y bragas. Teniendo en cuenta que, por el esfuerzo desmesurado por exterminar a ese ser invisible que tanto parecía atormentar a su compañera, la traviesa camiseta había ido trepando sugerentemente hasta la mitad de su torso cubriéndole, apenas, los pechos y dejando al descubierto parte del tatuaje. Ese magnífico Ouroboros que clamaba a gritos ser relamido hasta borrar todo indicio de su existencia. Sí, señor. Mulder había pedido una tregua y Dios le había mandado a una Venus cabreada con el mundo. ¿Quién dijo que Dios no existe?
7. Espejismo
Tras su improvisada sesión de kickboxing nocturno, Scully estaba agotada. Más sofocada que minutos atrás, pero agotada sin lugar a dudas. Quizás ahora pudiera dormir. Pero una vez más se equivocó. La última cosa que esperaba al darse la vuelta e incorporarse en la cama era encontrarse a Mulder de pie ante ella.
- Mierda! Joder! ¡Sólo me faltaba esto! ¡Ahora, además, tengo alucinaciones! ¡Maldito tatuaje de mierda! ¡Quién me mandó hacérmelo!
Mulder no salía de su asombro. Tenía a una Scully visiblemente sonrojada, respirando entrecortadamente, con una camiseta semitransparente que más que intuir dejaba ver perfectamente lo que en teoría debía ocultar, soltando tacos como una demente y convencida de que él era una alucinación derivada del tatuaje y de las sustancias opiáceas con las que lo perfilaron. “Esto empieza a ponerse interesante”. Así que Mulder decidió seguirle el juego. Permaneció callado a pie de cama, sin apenas moverse y respirando lo humanamente necesario para seguir viviendo sin levantar sospechas. Lo más complicado sería mantener la cara de póquer. “Cuando se lo cuente a Frohike…”.
- Bueno, hasta aquí podíamos llegar. El lunes a primera hora me voy al hospital para ver qué tengo que hacer para quitármelo. Desde que lo tengo que sólo me ha dado problemas: el loco de Ed casi me mata, Mulder no me habla y encima esta permanente sensación de sobreexcitación. ¡Dios, he pecado, pero líbrame de este calor! En vez de eso, ¿qué haces tú? ¡Me mandas a la personificación de la lujuria! La causa de todos mis males. Y además tan real, tan seductoramente real… Creo que si alargara la mano podría tocarlo… Tan cerca y a la vez tan lejos. Ésta es nuestra historia, ¿verdad Mulder? ¡Oh, basta ya de torturarse, Dana! Todo esto es un efecto secundario de los opiáceos del tatuaje y, porque no, de tus deseos reprimidos. Eres científico y sabes que las proyecciones de nuestras frustraciones, a veces, pueden parecer más reales que la realidad misma. Así que serénate, quítate a Mulder de la cabeza, al menos por esta noche, y descansa. ¡Tengo que dormir! Si al menos me hubiera acostado con Ed habría sacado algún provecho de todo este asunto, ¡pero es que ni eso, joder!
Esa sorprendente revelación estuvo a punto de costarle la vida a Mulder. Un solo gesto de descontrolada efusividad y Scully hubiera empezado a sospechar que eso a lo que ella llamaba alucinación era simple y llanamente su compañero de carne y hueso. Y entonces le hubiera disparado. Y mucho. Pero, por una vez en su vida, Mulder fue capaz de controlarse y ahogar el grito de euforia que empezaba a nacer de su garganta. “Scully no se acostó con ese maníaco. ¡Todo este embrollo y no pasó nada!”.
- ¡Y todo por tu culpa! -señalándole acusatoriamente con el dedo índice-. Sí, no me mires así, todo esto es por tu culpa, Mulder. Si al menos me hicieras un poco de caso de vez en cuando, pero no, tú prefieres a las entomólogas con nombre de dibujo animado. Claro. Mientras yo sonrío con cara de idiota y suelto gilipolleces para no parecer tan estúpida como me siento: “La inteligencia es sexy, Mulder” –deformando la voz para ridiculizar más sus palabras-. Claro que sí, ¡sobre todo si se acompaña con un cuerpo como el tuyo! ¡Por Dios, Dana! ¡Eres patética! Pero lo peor del patetismo es que puede a ir más… ¡y vaya si ha dio a más! Porque cuando se me presenta una ocasión, una puñetera ocasión que no proceda de Frohike, para dar al traste con mi castidad autoimpuesta, ¿qué hago? La dejo pasar. Estuve a un paso, a un solo paso, pero tuviste que joderlo todo, Mulder. ¡Soy así de ridícula! –riéndose con unas carcajadas histéricas-. Yo siéndote fiel, ¿que gracia verdad?, mientras tú ni reparas en mi presencia. ¡Y además te crees con la autoridad moral de juzgarme y condenarme! ¿Quién coño crees que eres, Mulder? ¿Mi padre? Tú me reprochas que me haya acostado con Jerse cuando tú no tuviste problemas morales para involucrarte con una sospechosa en un caso en el que trabajabas. ¡Ah, y encima, estando yo desaparecida! Pero claro, no pasa nada, porque el seductor de Mulder tiene “necesidades”, en cambio la asexual de su compañera no. Joder, Mulder. Mírame. ¿Qué ves, eh? ¿Acaso no soy una mujer? ¿Acaso no tengo los mismos impulsos que tú? ¿No me sonrojo cuando me miras? ¿No tiemblo cuando me tocas? ¿No me abraso cuando me abrazas? Dios, Mulder… -y unas lágrimas de impotencia, rabia y frustración resbalaron por sus sonrojadas mejillas-.
Mulder estaba preparado para todo, excepto para esta Scully. Nunca antes había visto a su compañera tan fuera de sí, tan vulnerable y fuerte a la vez, tan sincera, vital y sexual.
- Oh, basta ya. ¿Pero qué estoy haciendo? Riñendo a una alucinación por la indiferencia sexual de mi compañero a las… ¿Qué hora es? ¡Las cuatro y media de la madrugada! Se acabó. Ahora mismo me voy a dar a una ducha y cuando salga tú ya no estarás aquí. ¿De acuerdo? –retando a Mulder con la mirada-.
Y para sorpresa de Mulder, se quitó la camiseta dejando al descubierto sus llenos y perfectos pechos de leche merengada. Lo siguiente que vio fue el tatuaje, en todo su esplendor, oscilar camino del baño. Y el trasero. Ese bamboleante y esférico culo al desnudo.
- Dios. Esto es demasiado por una noche –y con la manga de su chaqueta Mulder se secó las gotas de sudor que empezaban a resbalar barbilla abajo-.
Todo había sido demasiado raro. Como en un sueño. ¡Pero qué sueño! Mulder sabía que debía actuar. Y rápido. Porque cuando Scully terminara con su ducha él, o más bien su supuesto holograma en 3-D, no debía estar ahí. Pero tampoco podía dejar las cosas así. No, después de ese revelador monólogo. Ella le deseaba, y sólo Dios sabía cómo él a ella.
8. Lujuria
Cuando Scully salió del baño envuelta en su albornoz no se sorprendió al comprobar cómo su seductora alucinación se había desvanecido. Lo que no esperaba era percibir el inconfundible aroma de Mulder revoloteando por su dormitorio.
El timbre la abstrajo, momentáneamente, de su pensamientos y, más por inercia que por sensatez, se dirigió hacia la puerta. Sólo Mulder se atrevería a visitarla a esas horas de la madrugada…
- ¿Mulder? ¿Qué pasa? No es un poco tarde para…
Pero los labios de Mulder al acoplarse a los suyos le impidieron continuar con la frase que había empezado. Sin preámbulos, ni hola cómo estás, ni explicaciones de porque se presentaba a su casa a las cinco de la mañana… Nada. Sólo un beso. Un urgente y cálido beso que pilló a Scully desprevenida. “Esto no me está pasando. No es Mulder quien me está besando en la puerta de mi casa a las cinco de la mañana”. Y se apartó de él. Se deshizo de su abrazo y, enfrentándose a la mirada vidriosa de su compañero, se rió. Simple y llanamente se echó a reír.
- Esto no es real. Tú no eres real. Este beso no es real. Y cuando me despierte dentro de unas horas me reiré de este episodio alucinógeno en el que vivo instalada esta noche. Y no, no me mires así, ni hagas pucheros, porque tú NO ERES MULDER! Sólo un efecto secundario del maldito tatuaje.
- Si ya se lo decía yo a mi madre: mamá, yo no soy Fox Mulder, sino el capitán Kirk de la nave estelar Enterprise. Pero sabes, Scully, nunca me hizo caso.
- No. No puede ser. Tú… no…no puede ser. ¿Mulder?
- ¿Quieres que te enseñe mi identificación, Scully? Siempre la llevo encima por si un día mi escéptica compañera me confundía con otro.
- Mulder, ¿pero qué haces aquí a estas horas? –tocándose avergonzada la sien-.
- Te he traído el desayuno –y recogió del suelo una bolsa que contenía dos capuchinos y un amplio surtido de muffins que haría las delicias de cualquier alma golosa-.
- Me traes el desayuno –repitió desorientada y en voz baja como intentando comprender la situación-. Hace apenas unas horas no me hablabas, ¿y ahora me traes el desayuno?
- Bueno, para lo que tengo en mente tampoco es necesario hablar, Scully –alzando sugerentemente una ceja-.
- Mulder… -agarrando con desesperación el cuello de su albornoz, como queriendo cubrir, aún más si cabe, la desnudez, física y emocional en la que vivía instalada desde que abrió la puerta de su casa-.
- Shhtttttt –y depositó un dedo en sus labios-. ¿Puedo entrar? Vamos a despertar a todos los vecinos y creo que a la señora Quagmire no le caigo muy bien que digamos… Gracias. Y ahora, una vez hemos resuelto los problemas de identidad que tanto te preocupaban, me gustaría continuar con lo que estaba haciendo antes de que me interrumpieras. ¿Te parece? –y Scully asintió con la cabeza-. Perfecto.
Y la volvió a besar. Pero esta vez con todo su cuerpo. Se acercó a ella hasta sentir el suave roce del cuello del albornoz cosquilleando su barbilla. La abrazó con determinación por la cintura acercándola a él hasta que sus cuerpos chocaron arrancándole un gemido ahogado. Scully no estaba preparada aún para sentir la dureza de Mulder contra su desnudez, cubierta tan sólo por el albornoz. Ni tampoco estaba preparada para sentir su lengua recorriendo su cuello, ni sus manos deshaciendo con prisas el nudo de la bata y filtrándose en su húmeda calidez.
- Dios. Dime que esto no es una alucinación…
- No es una alucinación, Scully. Aunque yo tampoco soy Dios –dijo Mulder con la voz entrecortada por la excitación-.
- Oh, cállate.
Y fue allí mismo. Contra la puerta de la entrada. Con un Mulder jadeante a medio desnudar embistiéndola con desesperación cuando Scully tuvo el mejor orgasmo de su vida. Aquel que nacía en lo más profundo de su ser, en esa zona inaccesible a la que sólo Mulder podría haber llegado con éxito. Y llegó. Vaya si llegó. Y volvió a llegar una y otra vez antes de vaciarse en ella y caer exhaustos al suelo del estar.
- Scully…
- ¿Hmmmmm?
- Siempre creí que habías nacido para bailar el tango.
- ¿Cómo? –mirándole con sorpresa-.
- Sólo te faltaba dar con la pareja de baile adecuada –acariciando juguetonamente con la punta de su nariz el cuello de Scully-.
- ¿Ah, sí? ¿Y ya la he encontrado? –sonriendo por las cosquillas derivadas de las caricias de Mulder-.
- No. Ed Jerse lo hizo por nosotros.
Acto seguido la besó con delicadeza mientras alargaba la mano para coger el albornoz que estaba tirado en el sofá y cubrir, con él, sus cuerpos desnudos al amanecer. Y mientras la levantaba con sumo cuidado llevándola en brazos hasta del dormitorio, los primeros rayos de sol que marcaban el inicio de un nuevo día empezaron a filtrarse entre las cortinas del estar recreando sugerentes juegos de luces y sombras. Como ellos mismos: luz y sombra. Dos opuestos condenados a estar siempre unidos, porque el uno sin el otro no podía existir.
FIN
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