fanfic_name = Escarcha en el corazón

author = Spooky2

Rating = sleeping_bags

Type = Angst

fanfic =

 

Spoilers: “Per Manum”.

 

 

Nota: Quizás este relato, lo que se cuenta o cómo se cuenta pueda herir ciertas sensibilizadas. Si es así, os pido disculpas de antemano por ello. Se trata tan sólo de una interpretación libre de lo que puedo suceder o lo que desencadenó ese “nunca dejes de esperar un milagro”. Tuvo muchas dudas con este relato e incluso (y eso lo saben bien Saranya y FBI) estuve a punto de no mandarlo. De dejarlo en la memoria del ordenador como un intento fallido. Pero la constancia de estas dos consejeras de lujo me animó a darle título (no, no lo tenía, y de hecho valoré mandarlo como “Sin título) y enviarlo. Y ahí está. Ahora es cosa vuestra juzgarlo, condenarlo a muerte o salvarlo. Espero, con emoción, vuestra sentencia: sea cual sea será bien recibida en: alexsoleteARROBAyahoo.es

 

Agradecimientos: Bueno, como ya he avanzado antes, a Saranya, por su predisposición a leerse mis “desvaríos”, su rigurosidad a la hora de sugerir modificaciones, su excelente visión crítica y, sobre todo, su perfeccionismo contagioso, que invita a mejorar, en la medida de mis limitadas posibilidades, todo lo posible. Gracias de nuevo por tus consejos y por animarme a convertir en relato una paranoia que iba destinada al olvido.

Y a FBI, una constante en mi corta experiencia fanfictera. Siempre has estado ahí, dejando tus opiniones, siempre cargadas de emotividad y de sentido del humor. Pero esta vez, el agradecimiento es doble: no sólo como lectora, sino también como “editora-consejera-correctora”, porque si este relato ha sido posible en parte, también, ha sido gracias a ti y a tu desbordante y contagiosa efusividad al leerlo. Así que, una vez +, gracias por estar ahí. Espero poder continuar abusando de ti. Ya ves, este puede ser el principio de una gran amistad ;-))

 

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- Mulder…

- Voy para allá.

 

Mulder colgó apresuradamente el teléfono con una mano mientras con la otra cogía las llaves del coche y se enfundaba, con más dificultad que eficacia, su chaqueta. Treinta segundos más tarde estaba bajando las escaleras de su edificio de tres en tres: el ascensor era demasiado lento para su paciencia. Salió a la calle impelido por el mismísimo Satanás, y se acordó de él con sólo echar un rápido vistazo a su alrededor. “¡Mierda!”. Su coche, al igual que otros como él, había quedado sepultado bajo un palmo de nieve. Esa imagen, que en cualquier otra situación hubiera resultado de un valor poético digno de inmortalizar, esta noche se presentaba como una funesta premonición.

 

Washington había amanecido bajo una espesa capa de nieve que lo cubría todo, tiñendo calles, edificios, coches y árboles de su pura y fría pigmentación. Un blanco tan brillante que cegaba a los pocos insensatos que se atrevían a poner un pie en la calle y a vivir para contarlo. Ese simple acto cotidiano se había convertido, desde hacía dos días, en una auténtica temeridad. No era necesario haberse licenciado en Física para conocer los peligros que entraña la nieve: con el paso de las horas, su textura mullida muta hasta transformarse en una traicionera superficie resbaladiza capaz de convertirse en una trampa mortal bajo pies confiados.

 

Y con ese panorama dantesco se encontró Mulder al salir a la calle. “¿Acaso no puedes hacerlo mejor, maldito hijo de puta?” –gritó con la vista perdida en el cielo de un intenso gris plomizo-. Sería necesario algo más que nieve para detenerle esta noche. Ni los mismísimos jinetes del Apocalipsis podrían con él. No esta noche. No desde la llamada suplicante de Scully. No desde ESA noche.

 

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Enfundada en su enorme y confortable albornoz blanco, Scully deambulaba desorientada por su apartamento, como si estuviera buscando algo y hubiera olvidado el qué. Lo había intentado todo: un baño de espuma, un vaso de leche caliente, su helado preferido con doble ración de chocolate, la música de Leonard Cohen… Y nada. Todo lo que antaño conseguía apaciguar su melancolía hasta dejarla en un estado de placentera hibernación, al menos durante unos días, no había funcionado. Todo o casi todo.

 

“Mulder”. Sí, él era la última bala en la recámara. O la primera, de hecho. Pero Scully se resistía. No quería llamarle. Aún no estaba preparada para asumir ante él que le necesitaba más de lo que ella estaba dispuesta a aceptar. Ya se había mostrado vulnerable ante Mulder esa noche. No quería parecer reincidente. Pero el dolor era tan intenso que Scully temía que, en cualquier momento, fuera a desintegrarse en millones y millones de moléculas hasta desaparecer.

 

Hacía horas que las lágrimas habían dejado de surcar sus mejillas, quizás se habían agotado. De hecho, nunca había sido muy dada a llorar. Su dolor nunca había sido explosivo. Ella no era como Missy. Missy lloraba y lloraba hasta vaciarse y después, como el sol tras la tempestad, relucía con una vitalidad y una fe regeneradas. Dana nunca lloraba, su madre no lo entendía, no entendía cómo sus dos hijas podían ser tan radicalmente opuestas, la noche y el día las llamaba. No es necesario decir quien era quien… Aún hoy, Dana se resistía a llorar. Y cada vez que las lágrimas, a traición, invadían sus ojos, se acordaba de Missy y “del poder reparador del llanto”, como había bautizado su hermana a esas sesiones íntimas de lloriqueos. “Missy, lo siento cariño, a mí nunca me funcionó”. Dana siempre fue la más tímida y reservada de las dos. Incluso para un hecho tan natural como llorar. Pero esta noche Dana Scully había llorado. Como hacía tiempo que no lo hacía. Pero su “poder reparador” no hizo acto de presencia. Por ello, poco después de medianoche descolgó como una autómata el auricular de su teléfono y, tras marcar el número 1 que tenía en la memoria, su voz sólo fue capaz de susurrar una palabra: “Mulder…”.

 

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-¡Venga, venga, venga!- Mulder golpeaba inclementemente el volante de su coche mientras calibraba cuál era el camino más corto, y sin estar cerrado al tráfico por la nieve, para llegar al apartamento de Scully.

 

Las calles de Washington estaban desiertas. No tanto por la hora intempestiva sino por la dificultad que entrañaba circular en dichas condiciones. Pero a Mulder poco le importaba eso. Sin cadenas, ni calefacción, su coche más que rodar por las calles parecía patinar sobre ellas. Cualquier persona en su sano juicio se habría quedado en casa, acatando los consejos viales que, desde hacía dos días, las emisoras de radio y televisión repetían sin cesar: “No moverse si no es en caso de extrema necesidad”.

 

- ¡Y esto qué coño creéis que es!

 

Esta tempestad histórica les había pillado por sorpresa. No sólo a la ciudad, sino también a ellos dos. No habían vuelto a hablar de ello desde esa noche en la que el suelo se abrió bajo sus pies. Y esta inesperada tormenta, la peor que había azotado Washington en el último siglo según predicaba insistentemente la prensa, les mantenía incomunicados. Cada uno en su casa, con sus fantasmas y elucubraciones. Pero solos en definitiva. Ninguno de los dos se atrevía a dar el primer paso. Mulder por vergüenza: no quería explicarle las razones de su huida. Y Scully por orgullo: no podía romperse, una vez más, delante de él. Pero a pesar de todo, fue Scully quien tomó la iniciativa.

 

Fue necesario un solo timbre del teléfono para que Mulder respondiera al otro lado de la línea. La estaba esperando. De hecho, llevaba toda la vida esperándola.

 

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Quince minutos después de abandonar su apartamento, Mulder se apeaba de su coche, que se había convertido en un auténtico frigorífico. Estaba aterrado. De pie delante del bloque de pisos de su compañera, calado hasta los huesos y asustado como un niño perdido en medio del bosque. Desde su indefensa y liliputiense perspectiva de transeúnte, Mulder levantó la mirada hacia el cielo y allí, en medio de una mole de cemento, vio la luz. Sí, la cálida y hogareña luz que emanaba de la ventana del apartamento de Scully. En medio de la oscuridad más absoluta, en medio de una de las noches más frías y desangeladas del último siglo y en medio del dolor más emocionalmente físico que había sentido desde que tenía memoria, Mulder se sintió un cabrón. Un aterrado, miserable y despreciable cabrón. Y a pesar de ese nauseabundo sentimiento que acarreaba desde hacía dos días, sabía que no había vuelta atrás. Ya no. Había llegado hasta ahí. De hecho, todos los caminos le llevaban inexorablemente hasta ese portal. Hasta ella.

 

La puerta estaba abierta y el ascensor le esperaba en el vestíbulo. Incluso el edificio parecía aliarse con su misión esta noche. Llegó al rellano de Scully a una velocidad que le pareció spersónica y salió de él como si sus mismísimas entrañas le escupieran de su sno. Uno, dos, tres… Tenía los pasos contados hasta la puerta de su compañera. De hecho, si sumara los metros que separan el ascensor del apartamento de Scully y los multiplicara por las incontables veces que él los había recorrido durante estos siete años el resultado final se acercaría mucho a la distancia que separa Washington de la Antártida. “Ironías de la vida”, pensaba Mulder mientras de forma autómata sacaba de su bolsillo el juego de llaves de su compañera. Sí, el mismo que Scully le había dado sólo para situaciones extremas. No lo dudó ni un segundo e introdujo la llave en su cerradura.

 

Fue en ese preciso instante cuando Mulder tuvo la certeza de estar cruzando algo más que una puerta física.

 

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Scully estaba acurrucada hecha un ovillo en un rincón de su inmenso sofá, con el albornoz cubriendo cada centímetro de su piel y su rostro oculto entre sus rodillas cuando oyó el chirriar de la llave en la cerradura. “Mulder”. No se había movido de esa posición fetal desde el ataque de lúcida locura durante el cual decidió llamar a su compañero. Y tampoco parecía estar dispuesta a hacerlo ahora. Los músculos de su cuerpo estaban más tensados que las cuerdas de un violín y todos, sin excepción, se habían aliado en su contra. Sólo en esa postura digna de un contorsionista o de un chiquillo estaba cómoda. El mínimo intento por su parte de erguirse era recibido con un calambrazo agudo que nacía y moría en su yerma intimidad. “Por qué?, ¿Por qué a mí?”. Se preguntaba insistentemente entre sollozos mientras aferraba con fuerza la cruz que pendía de su cuello desnudo.

 

 

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La convicción con la que Mulder empujó la puerta de Scully se esfumó en el mismo instante en el que la vio agazapada en el sofá. Una luz tenue procedente de la cocina iluminaba el salón de forma fantasmagórica y Scully, cubierta por su albornoz blanco, parecía más un espectro que su inquebrantable compañera. “Qué nos ha pasado, Scully…”. Tras el shock inicial, Mulder se encaminó hacia ella en el más estricto silencio. Temía que una palabra suya pudiera desencadenar una tormenta de la que ambos saldrían demasiado lastimados. Él estaba preparado para lamerse sus propias heridas, ya lo había hecho en otras ocasiones, pero no podía permitir que ella hiciera lo propio. “Ya ha sufrido demasiado… Por mi culpa”. Y esta noche iban a sufrir más. Mucho más.

 

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Su aroma. Eso fue lo primero que percibió Scully. Antes, incluso, que la calidez de sus labios en contacto con los suyos. Ese beso, que en cualquier otro momento le habría parecido una osadía, la había dejado indiferente. Sus labios habían perdido la capacidad de besar, como su piel la de erizarse y su vientre la de procrear. Sí, finalmente haría honor al mote con que la habían bautizado de manera irónicamente premonitoria en el FBI: la Dama de Hielo. Esta noche, Dana Katherine Scully era incapaz de procesar otro sentimiento que no fuera dolor. Todo, incluso el beso de Mulder, sobre todo el beso de Mulder, le sabía a hiel. Y a pesar de eso, o quizás precisamente por eso, se aferró a él con desesperación.

 

Y en ese abrazo Mulder sintió, e incluso oyó, cómo su corazón se hacía añicos. Se rompía en mil pedazos y éstos se clavaban como astillas en su carne trémula, desgarrándole por dentro. Sólo quería gritar, gritar hasta quedarse sin voz. Y golpearle. Golpear al maldito cabronazo que le había hecho eso a Scully. Golpearle una y otra vez, hasta que sus nudillos se abrieran en carne viva por haberle robado a la posibilidad de ser madre. Y cuando eso ocurriera continuaría golpeándole hasta que su sangre se confundiera con la suya. De hecho, ésta era la misma. Por sus venas corría la misma sangre roja y corrupta: Spender, El Fumador. “Soy un auténtico hijo de puta”. Sí, si le tuviera enfrente ahora mismo no dudaría en azotarlo hasta la muerte.

 

Él le había robado todo lo que Mulder alguna vez había amado. Antes incluso de conocerlo, Spender ya le había robado a su hermana, la felicidad de un hogar y la inocencia. Y había continuado robándole más y más a lo largo de su vida adulta. Incluso cinco años atrás le arrebató a Scully, cuando ella empezaba a ser para él algo más que su inseparable compañera de sección. Pero éste, el de 48 horas atrás, había sido el más doloroso de todos los saqueos a los que Spender le había sometido. Porque éste no sólo le afectaba a él, sino sobre todo a ella, a su única entre 5 mil millones. Scully nunca sería madre. La última posibilidad había fracasado.

 

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“Eres una egoísta, Dana. ¿Acaso él no sufre tanto como tú?”, se repetía a sí misma. Más, mucho más. Mulder esta noche estaba deshecho, destrozado y al borde del suicidio emocional, porque al sentimiento de desazón e impotencia de Scully se unía su recurrente sentimiento de culpa. Se sentía culpable por haberle fallado de nuevo. De no haberle conocido, Scully seguramente sería una profesional de éxito con un marido devoto y unos pequeños Scullys de piel blanca y pelo rojizo. Pero le había conocido. Y la habían abducido, y la habían sometido a continuas pruebas que la dejaron estéril además de inocularle un cáncer. Y ahora, cinco años más tarde, Mulder sentía que le había fallado de nuevo. Tuvo la posibilidad de redimirse y, de nuevo, fracasó. Su esperma no sirvió. No fecundó los óvulos de Scully. Una vez más, le falló a la persona más importante de su vida. Y se sentía incapaz de reponerse a ese fracaso.

 

Mulder pensaba en todo ello mientras cargaba con Scully para llevarla a su dormitorio. Y, a pesar del pésimo estado anímico en el que se encontraba, sentirla en sus brazos tenía un grato poder reparador en él.

 

Scully sólo salió del trance en el que estaba sumida cuando sintió las cálidas manos de Mulder sobre sus hombros y cómo, con timidez, su compañero se deshacía del albornoz, que se había convertido en su segunda piel en estas últimas 48 horas. La chaqueta de su pijama de raso verde contrastaba con la palidez extrema que ella lucía esta noche. “Blanco nieve sobre verde esperanza. Ironías del destino”, pensó para sus adentros Mulder mientras le quitaba los calcetines para meterla en la cama y arroparla como a un niño indefenso. Quizás, entre el calor de las sábanas, el color volviera a sus mejillas, ahora teñidas de un insano gris ceniza.

 

- Mulder…

- Descansa. No voy a irme a ninguna parte Scully… -No esta vez, pensó Mulder. No voy a dejarte sola de nuevo. Vamos a superar esto los dos juntos-.

 

A veces, hay situaciones en la vida que se repiten una y otra vez, de forma cíclica. Mulder era de los que creían que, en esos casos la vida te brinda, excepcionalmente, una segunda oportunidad para arreglar algo que en la ocasión anterior no hiciste bien. Y la única salida para escapar de ese bucle espacio-temporal es enmendar la situación. Y Mulder deseaba ser capaz de arreglar, ahora, lo que 48 horas atrás en esta misma habitación y con Scully igualmente entre sus brazos, había hecho mal. Pondría todo su empeño en ello.

 

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Acurrucada en posición fetal en la cama, Scully se resistía a dormirse. Hacía acopio de las pocas fuerzas que le quedaban para luchar contra la seducción de Morfeo que persistía en su empeño de arrastrarla a su mundo. Un mundo, el de los sueños, que habitualmente se le presentaba de manera seductora y con un atractivo efecto sedante. Pero ahora, se tornaba hostil, en él sólo había una sala cegadoramente blanca y en el centro estaba ella, tumbada en una camilla, desnuda y con una gran aguja punzante perforándole el vientre para robarle su esencia, su legado, su futuro. No, definitivamente Scully no quería dormirse. La última vez que lo hizo se despertó aterrada por sus propios gritos, empapada de un sudor frío y sin Mulder. Además de desamparada y sola, se sintió abandonada. Abandonada por la única persona en el mundo que podía, en esos momentos, contener el ineludible avance de la nada en su sino. Yerma. Vacía. Estéril. Física y emocionalmente. Así es como Scully se sintió esa noche y ahora, se aferraba al abrazo de Mulder como a un bote salvavidas tras un naufragio. Temía que, si se desprendía de él una vez más, se perdería en la infinita negrura del océano para no encontrarse jamás.

 

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Esa noche, como ésta, tampoco hablaron. Scully llegó a casa tarde. Tras la consulta del doctor Parenti, había dado un gran rodeo para retrasar el momento de enfrentarse a Mulder. Sabía que la estaría esperando. Él quería acompañarla pero ella se negó. Para bien o para mal quería recibir la noticia sola. Quizás era una manera más de dejar las cosas claras con Mulder, de reforzar los muros invisibles que desde hacía años se empeñaban en alzar entre ellos. Sí, ella le había pedido que fuera el padre de su hijo, pero eso no cambiaba nada entre ellos. En caso de funcionar, el hijo sería de Scully, y el papel de Mulder sería tan sólo el de donante del material genético necesario para desatar el milagro de la vida. Nada más. Ése era el mensaje que Scully había querido transmitirle a Mulder con su negativa a que la acompañara a la consulta esa tarde.

 

Pero cuando cruzó el umbral de su casa y se encontró con la mirada suplicante de su compañero, Scully se desmoronó. No fueron necesarias las palabras, tan sólo una mirada cómplice y sincera para que Mulder recordara por qué era agnóstico: los milagros sólo tienen cabida en las páginas de los libros sagrados. En la vida no existe la justicia divina: los malos no siempre son castigados ni los buenos ven cumplidas sus súplicas.

 

- ¿No ha funcionado, verdad?

- Supongo que fueron demasiadas expectativas… Mulder, era mi última oportunidad –dijo con la voz quebrada por el llanto-.

- Nunca dejes de esperar un milagro.

 

Sí, de todas palabras que podría haber empleado, Mulder escogió precisamente ésa: un vocablo cargado de un significado moral en el que él, precisamente, no creía para nada. Sin embargo, ella sí.

 

A esa breve conversación le siguió el silencio. No volvieron a intercambiar una palabra esa noche, ya estaba todo dicho. Mulder acompañó a Scully a su dormitorio y le dio las buenas noches con un suave y contenido beso en la frente. Le trajo un vaso de leche caliente con un valium para que pudiera descansar, le dijo que intentara dormir y que si le necesitaba estaría en el sofá. Le mintió. Cuando a las cuatro de la madrugada Scully se despertó por sus propios gritos presa de un ataque de pánico y llamó a Mulder, él no acudió a su encuentro. Ni esa noche ni tampoco la mañana siguiente. Mulder se había desentendido de ella. Quizás, por primera vez desde que se conocían, había captado el mensaje a la primera: “Esto no es asunto tuyo, tu implicación en este proceso es circunstancial”. Eso es lo primero que pensó Scully cuando abrió los ojos y no vio a Mulder a su lado. Aunque su raciocinio le repetía que él no era de los que se rinden o abandonan. Y menos a ella.

 

 

Y, una vez más, su raciocinio llevaba razón. Simplemente, Mulder se sintió tan sumamente culpable por haberle fallado de nuevo que tuvo que huir. Abandonar el apartamento de Scully como un maldito cobarde porque estar cerca de ella se le hacía insoportable. Oír sus sollozos en sueños le rompía el alma en mil pedazos y un creciente sentimiento autodestructivo le empujaba a golpear con sus puños cualquier superficie lo suficientemente dura como para romperle los nudillos. Así que se fue. Faltaban apenas unos minutos para las cuatro de la madrugada cuando la puerta del apartamento de Scully se cerró tras él. Y huyó sin echar la vista atrás. Y continuó huyendo tras salir del edificio de su compañera. Cogió su coche y condujo de forma autómata sin orden ni control. Hasta que, dos horas y media más tarde, se encontró en medio de una carretera a ninguna parte y sin gasolina. Y a pesar de todo, su mente continuaba huyendo de ella. Lejos, debía alejarse de ella. Para siempre. Pedir un traslado quizás era la mejor opción, aunque implicara tener que abandonar los Expedientes X. Nada valía lo suficiente como para arriesgar la vida de Scully como lo había hecho hasta entonces: su abducción, su esterilidad, su cáncer, el asesinato de su hermana, Emily… “¿Qué desgracias deben pasarte más para que sea capaz de dejarte ir?”, se reprochaba entre gritos desgarrados mientras se dejaba caer de rodillas en el arcén de esa polvorienta carretera a ninguna parte.

 

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Lo primero que sintió Scully cuando abrió los ojos fue el reconfortante abrazo de Mulder. Esos brazos fuertes que en más de una ocasión la habían abrigado hasta licuarle las entrañas ahora la sostenían para evitar que cayera en el pozo de la autocompasión. Miró el reloj, más por costumbre que por necesidad. Era sábado. Y aunque hubiera sido un día laborable, poco importaría la hora tampoco. Skinner les había prohibido, terminantemente y bajo amenaza de abrirles un expediente disciplinario, ir a la oficina hasta que la ciudad volviera a la normalidad. No quería tener a la mitad de sus agentes ingresados en el hospital por accidentes de tráfico derivados de la nieve.

 

“Las tres”. Había dormido apenas un par de horas y continuaba sintiéndose cansada, terriblemente cansada. De hecho no dormía bien desde el jueves por la noche, cuando se despertó bañada en sudores gélidos y sin Mulder. El peso de las horas en vela empezaba a pasarle factura: sus extremidades le dolían una barbaridad, su cabeza parecía una olla a presión a punto de estallar, sentía sus labios resecos y los ojos, de tanto llorar, le escocían como si sus lágrimas hubieran destilado sal en cantidades industriales. Quizás, si se movía un poco, el riego sanguíneo volvería a sus piernas atrofiadas y éstas le dolerían menos. Fue entonces, en el amago de cambio de postura, cuando Scully tomó conciencia de la situación: estaba semidesnuda en su cama con un Mulder que, a juzgar por el tímido contacto de sus cuerpos, compartía su misma escasez de vestuario. Y, por extraño que pareciese, a Scully no le importó. No esta noche.

 

Pero su intento de cambiar de posición alertó a su compañero de lecho que, desde que la había acunado, sólo se había movido de su lado para deshacerse de sus pantalones húmedos y de sus zapatos empapados por la nieve de la calle.

 

 

- Ei, ¿cómo te encuentras? –le susurró tímidamente al oído.

- Bi… - pero ella misma se detuvo. No, no estaba bien y de poco servía intentar ocultarlo esta vez-. Mejor, un poco mejor, Mulder.

 

Y el silencio se instaló de nuevo entre ellos, roto unos segundos más tarde por un tímido “gracias” de Mulder.

 

- ¿Gracias? ¿Por qué?

- Por no mentirme, esta vez, como haces siempre que me respondes “estoy bien, Mulder”.

- Mulder…

- Que en esas ocasiones no te diga nada no significa que no me preocupe, Scully. Pero, ¿sabes? Con el tiempo he aprendido a respetar tu independencia y tus protocolos emocionales.

- Mulder…

- Shttt, venga, descansa. Tu cuerpo pide a gritos dormir.

- ¿Y tú …?

- Yo no me voy a ninguna parte, te lo prometo –y selló su promesa con un beso en la sien mientras intensificaba su abrazo-.

- Gracias, Mulder.

- ¿Por qué?

- Por velar mis sueños.

- Nunca debí dejar de hacerlo, Scully –y una lágrima traicionera surcó su mejilla hasta morir en sus labios de azúcar-.

 

No fue necesario verle el rostro para saber que estaba llorando. Scully era capaz de adivinar las emociones de su compañero sin mirarle a la cara: sus músculos se habían tensado, su abrazo se había hecho más apremiante, su vello se había erizado y había hundido su rostro en su melena. Sí, Mulder estaba llorando.

 

Sin darle tiempo a ocultar sus emociones, Scully se dio la vuelta hasta enfrentarse a él. Unos pocos centímetros les separaban el uno del otro. A pesar de las dimensiones generosas de la cama, sus cuerpos se habían buscado a tientas inconscientemente hasta encontrarse el uno al otro en el epicentro del lecho.

 

Dos almas torturadas y solitarias compartiendo cama de madrugada. El dolor es una razón. No es una buena razón, pero es una razón tan válida como cualquier otra. Y esa noche, el dolor fue la razón que empujó a Scully a consumir el espacio físico que le separaba de Mulder hasta besarle. No fue un beso de dos amigos, pero tampoco de dos amantes. No fue el beso que había imaginado con Mulder: no fue húmedo, ni pasional, no fue cálido ni sexy. No vio las estrellas ni tampoco sintió mariposas revoloteando en el estómago. Simplemente fue un beso. Dos labios que chocan entre sí. Carne contra carne. Nada más. Y aunque en otras circunstancias esta apatía emocional le hubiera roto el alma, ahora mismo no le preocupaba lo más mínimo porque entre otras cosas, su alma ya estaba hecha añicos. La única cosa que anhelaba Scully a esas horas de la madrugada era darle a su cuerpo una buena dosis de endorfinas. Era médico y sabía que la necesitaba más que nunca. Un chute de hormonas para reponerse un poco de su lamentable estado emocional. Y las hormonas masculinas más cercanas que tenía en este preciso momento eran las de Mulder.

 

Le hubiera gustado que su primera vez con él fuera distinta: más meta que física. Pero mientras le quitaba la camiseta, Scully tomaba conciencia de que nada sería cómo ella había previsto. Al menos esta primera vez. Porque esta noche solitaria y llena de atormentados fantasmas del pasado, lo único tangible, lo único que parecía real eran sus cuerpos: el de ella y el de él. Y Scully necesitaba anclarse a la vida más que nada en este mundo y si ese anclaje implicaba ser penetrada hasta resquebrajarse, así sería. Si esta noche lo único que la amarraba a la puta realidad era esa masa de carne erecta, Scully se hundiría en ella hasta fundirse y renacer de nuevo entre convulsiones y espasmos violentos. Porque sólo cuando crees estar a un paso de la extinción el instinto de supervivencia aflora con todas sus fuerzas. “Follar antes que extinguirse”. Nuestros antepasados primitivos ya lo sabían.

 

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Siempre había pensado que el sexo con Scully sería distinto. No sabía cómo sería este “distinto”, pero sin lugar a dudas no como estaba siendo. Si esta noche hubiera querido compañía, el último lugar donde Mulder la habría buscado es en la cama de Scully, donde precisamente estaba ahora semidesnudo y empalmado.

 

 

Para Mulder, el sexo nunca había sido un problema: o lo practicaba o no lo practicaba. Y ahora estaba varado en la segunda etapa. Concretamente desde hacía unos cinco años, con alguna deshonrosa excepción. De ahí que, durante este periodo, hubiera aprendido a autosatisfacerse con una maestría a la que la mayoría de encuentros sexuales de una noche no se acercaría ni por asomo. Es por ello que, tiempo atrás, había declarado sin ningún tipo de rubor la República Independiente Orgásmica de Mulder: se bastaba a sí mismo para suministrarse los orgasmos semanales necesarios para subsistir sin tener la imperiosa necesidad de matar a nadie como válvula para liberar tensiones. Pero había unas pocas veces en las que el placer físico se convertía en algo secundario: podría pasarse toda la noche machacándosela hasta tenerla en carne viva que con cada eyaculación se sentiría más y más frustrado. Era en esas ocasiones cuando Mulder pagaba por sexo. No sabía nada de la chica en cuestión ni tampoco quería saberlo, quizás ni la deseaba, no le importaba su edad, sus problemas ni sus anhelos. Ni tampoco sus aptitudes sexuales, porque en esos encuentros fugaces Mulder pagaba más por el contacto físico que por el sexo en sí. No buscaba ni felaciones de ensueño ni pinzas birmanas, tan sólo otro cuerpo y otra piel que le reconciliara con su naturaleza humana. Y ese cuerpo siempre, sin excepción alguna, era el de una desconocida. Hasta esta noche, cuando era el cuerpo de Scully el que estaba aprisionado bajo su peso.

 

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Dolor. Con la primera embestida de Mulder Scully sintió un dolor tan agudo que, por unos segundos, volvió a sentirse una mujer plena: “algo así deben sentir las madres al dar a luz”, pensó. Ni su primera vez había sido tan desgarradoramente dolorosa. Sentía como el sexo de Mulder se abría paso en su estrecha intimidad de manera arrolladora, convirtiendo sus paredes vaginales en una cavidad minúscula e hipersensibilizada. Dicen los libros de texto que la frontera entre el dolor y el placer es muy delgada. Pues Scully, esta noche, la había cruzado del todo. Mientras sentía cómo Mulder se hundía más y más en su ser, con embestidas largas y profundas que le quemaban las entrañas hasta convertirlas en cenizas, Scully se distanciaba, poco a poco, de todo. Incluso del hombre que, como si le fuera la vida en ello, la penetraba con desesperación hasta derramarse en ella en espasmos violentos.

 

“Una avalancha de vida en un campo estéril”. Y con ese patético pensamiento en mente, Mulder se salió de ella con lentitud, más por rutinaria costumbre que por deferencia hacia Scully: intentar no lastimarla ahora cuando la había penetrado con una violencia inusual en él le parecía un gesto demasiado vil e hipócrita. No se dio tiempo ni a recuperar la respiración. Abandonó la cama de Scully con la misma rapidez con la que entró en ella. No pasó ni por el baño. Quería salir de su apartamento lo antes posible. Como hacía siempre en esas ocasiones. Aunque esta vez era Scully quien estaba desnuda en la cama y no una desconocida con un billete de 100 pavos en la mesilla de noche de un mugriento motel que alquila habitaciones por horas. ¿Pero acaso había sido diferente? Sí, esta vez se había corrido sin barreras físicas, inundándola con su esencia hasta rebosar. Y se sentía más ruin si cabe por eso.

 

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El ruido de la puerta al cerrarse sacó a Scully de su estado hipnótico. Llevaba unos minutos desconectada de la realidad. Concretamente desde que sintió la espesa calidez de Mulder bañándole el alma. Eso fue mucho después de su primer orgasmo, y poco antes del último.

 

“Zorra”. El peso de su educación católica volvía a sacudir su maltratado código moral. Las doctrinas del catolicismo eran muy claras en materia sexual: el sexo sólo debe practicarse con fines reproductivos y el placer es tan sólo un gratificante “efecto secundario”. Siempre y cuando tu partenaire sea un buen amante, claro. Y sin lugar a dudas, Mulder lo era. Vaya si lo era. De eso Scully no tenía la menor duda, como tampoco dudaba de su recién adquirida condición de pecadora, porque si bien de ese inesperado encuentro sexual podrían derivarse muchas cosas, la procreación era la única que no estaba contemplada de antemano.

 

Una pecadora y una manipuladora, porque su actitud esta noche había sido moralmente reprochable: huir no es la solución. Aunque la huida implique dar un paso adelante y arrastres con ello a todos a tu paso. Y follar con Mulder era una huida, una huida hacia ninguna parte. Lo sabía, como sabía que un dolor anula a otro y que un sentimiento mayor eclipsa a otro menor. Pues bien, Scully esta noche había decido anular el dolor por su reafirmada esterilidad usando a Mulder como válvula de escape: sólo él podía llenar los huecos que la vida había ido dejando en su cuerpo y alma durante estos años. En eso, Scully era culpable. Culpable de poner a Mulder en una encrucijada donde no había elección posible: rechazarla no era una opción. Y él no la decepcionó, en ningún aspecto.

 

 

Y mientras pensaba en todo eso vio, en calidad de espectadora pasiva, cómo Mulder salía con lentitud de su sexo, cómo sin mirarla se apeaba de la cama, cómo sin levantar la vista del suelo recogía su ropa esparcida por la habitación y se vestía apresuradamente en el salón. Tenía tanta prisa que ni se ató los cordones de los zapatos. Y tras este ritual, se fue. Asió el pomo con fuerza y, después de tomarse unos segundos para recuperar el aliento y normalizar su ritmo cardiaco, cerró la puerta tras de sí sin girarse en ningún momento a mirarla.

 

 

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El golpe seco retumbó en todo el salón de Scully, y con él volvió a la realidad. “Mulder”. Sí, una vez más la había dejado sola. Una vez más le había mentido. Se levantó de la cama con dificultad, y es que al inclemente dolor de cabeza se unía ahora el dolor derivado del sexo. Le escocía. Y, sin embargo, se sentía más viva que nunca: follada y abandonada. Y, a pesar de todo, patéticamente viva. Cubrió su trémula desnudez con el albornoz y, con pasos lentos, se dirigió hacia la puerta. La abrió sin dudarlo; y ahí estaba él. Sentado en el suelo, con los zapatos en una mano y su rostro cabizbajo.

 

- Mulder…

 

Se tomó su tiempo antes de reaccionar y, tras unos segundos que se le hicieron eternos y haciendo gala de una agilidad envidiable por su edad y el esfuerzo físico realizado recientemente, Mulder se levantó y se enfrentó a la mirada cristalina de su compañera. Por primera vez esta noche, sus cambiantes ojos pardos se reflejaron en la mirada oceánica de Scully. Y la vio. Tras dos días de incertidumbre, reconoció a su Scully, la fuerte y autosuficiente Scully de siempre. Quizás, después de todo, había valido la pena. Y, sin decirle una palabra y tras apartarle un mechón de su rostro, ahora bañado por una tímida sudoración y teñido de la púrpura pigmentación postorgásmica, acompañó a Scully al interior de su apartamento.

 

Fue Mulder quien cerró tras de sí la puerta simbólica que, horas atrás y de manera física, él mismo había abierto.

 

FIN

 

 

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