fanfic_name = Fuera de control
author = Spooky2
Rating = sleeping_bags
Type = Angst
fanfic = Prólogo
Scully siempre había sido una mujer precavida. Formaba parte de su naturaleza, igual que el color rojizo de su pelo, su delicada piel salpicada por diminutas pecas o el azul marino de sus ojos. Aunque quizás la educación recibida por su padre, un militar de la antigua escuela, junto con el hecho de tener que lidiar constantemente con tres hermanos para salvaguardar su intimidad y espacio personal habían reforzado durante su adolescencia este sentimiento. Por aquel entonces desconocía que estas estériles luchas diarias, en las que ella siempre salía perdiendo, le serían de gran utilidad en el futuro. Concretamente el hábito a estar siempre alerta por lo que pudiera ocurrir. Llámese esquivar el lanzamiento de un zapato de Bill, llámese cintar las balas o, lo que era más peligroso, darle esquinazo a las preguntas íntimas de Mulder.
Por eso, cuando conoció a Mulder, le agradeció en silencio a Bill, Charlie, Melissa y a su padre haberla entrando con ahínco durante su tierna juventud a estar siempre en alerta por lo que pudiera ocurrir. “Prevenir antes que curar, Starbuck”, como le decía siempre su padre. Y es que, sin lugar a dudas, el significado de la palabra precavido adquiría otras connotaciones con Mulder, porque precisamente a su lado había aprendido que con creérselo, a veces, no era suficiente. Y ahora era uno de esos casos.
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Pasaban apenas unos minutos de las nueve de la noche cuando se abrieron las puertas del ascensor y su claustrofóbica cabina se presentó ante ella totalmente a oscuras. Fue en ese preciso instante, ante esa oscuridad infinita y desafiante, cuando Dana Scully supo que algo no andaba bien. Sus seis sentidos (a los cinco habituales se unía el de la precaución) le decían que se olvidara del ascensor por esta noche y que subiera andando por las escaleras hasta su apartamento. “Un poco de ejercicio extra tampoco le irá mal a mi trasero tras haber engullido sin remordimientos esa grasienta hamburguesa de McGillis con su doble ración de patatas”, pensó mientras evaluaba las dos opciones que se presentaban ante ella: delante, ascensor; a su derecha, escaleras. Pero el cansancio supremo que se agolpaba en su bajo espalda y sus piernas le impedían aceptar las escaleras como una posibilidad auténticamente real. “En el primer rellano tendría que llamar a emergencias para que me suministraran oxígeno”.
El día había sido duro. Para ser sinceros, toda la semana estaba siendo demoledora. A las interminables y frustrantes horas lectivas en Quántico se unían, desde hacía cuatro días, tres autopsias diarias. “Será temporal, agente. Sólo hasta que White se recupere de la gripe. En un par de días estará de vuelta como nuevo”. Mentira, mentira y doble mentira. ¿Acaso sus superiores creían que de tanto tratar con personas muertas había olvidado las afecciones de las que aún respiraban? Además, Mulder y sus constantes catarros se encargaron, durante más de ocho años, de refrescarle la memoria al respecto. Ahora el relevo lo había tomado William. “De tal palo, tal astilla”, pensaba para sus adentros. Sea como fuera, Scully sabía perfectamente que la gripe no se zanjaba en 48 horas, sino que exigía varios días en cama y un par más extra para recuperarse del bajón físico que te provoca. En resumen, una semana fuera de circulación, como mínimo. Y tratándose de White, más bien diez días. Anthony White era un tipo debilucho, con un rostro pequeño pegado a una gran nariz que ostentaba el cargo de forense oficial del FBI en Washington. Así que, mientras él estaba en cama sacándole punta a su narizota rodeado de millares de pañuelos desechables, Scully tenía que hacer doble turno.
Por eso, cuando la oscuridad del ascensor se presentó amenazante ante ella, Dana se limitó a respirar hondo y a adentrarse en ella sin más, dejando que la envolviera, como quien se sumerge en un lago de misteriosas pero a la vez hipnóticas aguas turbias. “Son sólo unos pisos, Dana, tranquilízate”. Scully no era de esas personas que le temen a la oscuridad, pero una cabina metálica de 2x2 herméticamente cerrada y sin luz no era precisamente un escenario relajante. “En unos segundos estarás en casa con William en tus brazos”. Pero antes de que tuviera tiempo a procesar esa gratificante imagen en su cerebro, una mano fuerte que emergió de la nada le tapó con fuerza la boca mientras con la otra pulsaba la tecla de STOP, iluminada en un rojo intenso, y la acorralaba contra una de las paredes del ascensor. “Esto es el fin, Dana”. No intentó gritar ni deshacerse de ese enérgico brazo que la tenía inmovilizada sin, sorprendentemente, lastimarla. Conocía sus posibilidades, y éstas eran de 1 contra 100. El uso de la fuerza no la ayudaría a salir ilesa de esta situación dado el volumen que debía tener su atacante. Si las leyes de la proporción no se habían saltado a su captor, esa mano que le obstruía la boca debía corresponderse con un tipo más bien alto y corpulento. Por lo que, definitivamente, sus apenas 160 cm de altura tenían todas las de perder. Debía pensar, y rápido, antes de que fuera demasiado tarde. Pero al sentir el cálido aliento de su agresor cerca de su oreja supo que el tiempo se había extinguido.
- Eres una chica muy mala… Me mentiste…
- Mmmmm –intentado inútilmente desprenderse de esa mano que le cubría la boca-.
- Y yo que creía que sólo le temías a los payasos… Shhhht, no sufras, en la tienda de disfraces no tenían narices de goma de mi tamaño. ¿Y qué es un payaso sin su nariz postiza, Scully? –y mientras susurraba sugerentemente su nombre, apartó la mano con la que la mantenía silenciada deslizándola con delicadeza sobre su torso, que se agitaba desbocadamente, hasta posarse con ternura en su cintura. Fue entonces cuando la abrazó con todas sus fuerzas como si temiera que pudiera evaporarse entre sus brazos, y a continuación sumergió su nariz entre su espesa y sedosa cabellera rojiza aspirando su aroma-. Debería ser un delito oler tan bien…
- Mmmul… -las palabras se agolpaban en su garganta sin ningún sentido. Estaba desconcertada y desquiciadamente emocionada-.
- Deberían envasar tu fragancia en frasquitos y venderla como elixir de la felicidad –depositando su rostro en el hueco libre entre su cuello y su hombro. Desde siempre, incluso mucho antes de que el sexo pasara a formar parte de su intimidad, ése había sido su lugar preferido en la Tierra. Anidar en ese cálido, terso y cautivador rincón de la anatomía de Scully era lo más parecido a la felicidad para Mulder-.
- Mulder… ¿Eres tú? –temblando-.
- ¿Acaso permites que algún otro te acose sexualmente en el ascensor? –con voz impostada y haciéndose el celoso-.
- Mulder, por Dios, no sé nada de ti desde…
- … Cinco meses. Desde hace cinco meses y tres días. Me ahorraré las horas, no quiero parecer más desesperado de lo que realmente estoy…
- ¡Y lo primero que se te ocurre tras tanto tiempo es darme un susto de muerte y hablarme de payasos! –girándose indignada sobre sí misma sin desprenderse del abrazo de Mulder-.
- Siempre he sido un tipo poco convencional…
- Te patearía el trasero ahora mismo… -con la respiración aún agitada- Si no te hubiera echado tanto de menos –buscando a tientas su rostro mientras apoyaba su cabeza sobre el pecho de Mulder-.
Sin duda era su voz, y si lograba omitir el intenso aroma a tierra húmeda que impregnaba su ropa, incluso podía percibir la inclasificable y embriagadora fragancia de Mulder colarse tímidamente entre su camisa. Pero a Scully no le bastaba con eso, necesitaba tocarle, saber que la imponente presencia que se alzaba ante ella en medio de esa negrura absoluta era su compañero y no otro retorcido truco de su imaginación. Fue entonces, mientras reseguía sus contornos con la rigurosidad de un invidente, cuando descubrió la herida. Estaba situada junto a la ceja derecha y aunque no parecía profunda, sangraba.
- ¡Mulder, estás herido!
- Shttt, tranquilízate, no es nada. Es un simple rasguño.
- Necesitarás varios puntos y limpiar la herida a conciencia si no quieres que se infecte. Además, te puede subir la fiebre y…
- Scully, para, para… –atrapando sus manos con las suyas-. No he venido hasta aquí, exponiéndome a que me capturen y poniéndote a ti y a William en peligro, para un diagnóstico médico.
- Entonces… ¿Para qué has venido? –acariciando con suavidad su rostro y transformado su voz en un sugerente susurro-.
- Para besar a la madre de mi hijo.
Esas palabras dichas sin un ápice de vergüenza dejaron a Scully fuera de combate. Que Mulder era el padre de William era una verdad sabida por ambos y, seguramente, por medio FBI a estas alturas. Sin embargo, en ningún momento, ni durante el embarazo ni tras el parto, habían hablado abiertamente de ello. Simplemente se daba por sobreentendido. Como se daba por supuesto que se amaban, o que ahora mismo sus cuerpos se necesitaban con la urgencia y la torpeza de dos adolescentes. Pero saberlo no equivalía a verbalizarlo. Y ahora, Mulder lo había hecho, y con una naturalidad que a Scully le licuaba el alma. Y otras partes menos decorosas de su anatomía.
Aún a pesar de toda la tempestad de emociones que esa afirmación desató en ella, sólo fue capaz de responder con un contenido y anhelante “Muulder…”.
- Pero sabes… Tengo miedo.
- ¿De qué? –respondió apresuradamente y con temor Scully-.
- Del dolor extremo que me causará después separarme de tus labios.
- Vale la pena arriesgarse, ¿no crees?
La apremiante embestida del cuerpo de Mulder contra el suyo y la avidez con la que sus labios la buscaron a ciegas hasta apoderarse de los de ella fue todo lo que Scully obtuvo como respuesta. Tampoco se habría atrevido a pedir algo más. Sentirle tan cerca después de tanto tiempo, degustar su cautivador sabor y notar su evidente rigidez al chocar contra su pelvis era demasiado para ella.
Cuantas noches, tumbada a oscuras en su dormitorio, había soñado con sentir de nuevo los cálidos besos de Mulder recorrer palmo a palmo su cuerpo hasta convertirlo en lava líquida. Cuantas veces sumergida en su bañera, rodeada de todos aquellos potingues que, metódicamente mezclados, configuraban ese aroma tan particular y único al que Mulder se había vuelto un adicto, Scully se acariciaba con pudor recreando esas noches sin fin en las que aprendieron juntos el arte de armarse. Hacía tiempo que, lamentablemente, había perdido la cuenta. Y sin embargo, ahora, como un regalo caído del cielo, tenía al padre de su hijo, al amor de su vida presente y de todas las vidas pasadas y por venir, al amante perfecto que siempre buscó en lechos equivocados, abalanzándose contra ella con ansia y desesperación en un cubículo minúsculo y a oscuras.
Scully no sabía si la excitación de la que se sentía cautiva se debía a la excepcionalidad de la situación, a la electrizante sensación de tener a Mulder tan cerca, a su urgencia física por poseerla ahí mismo sin ningún tipo de temor ni pudor, o a su respiración entrecortada cosquilleando intermitentemente su oído. Pero de lo que Dana Scully no tenía ninguna duda era de que si todos estos factores seguían su curso, ella se convertiría en agua mucho antes de terminar este beso. Nunca antes había sentido su cuerpo tan ajeno a ella misma. Ni con él ni con nadie. No podía pensar, no podía moverse y apenas respirar. Sólo sentía cómo su lengua penetraba con urgencia la boca de Mulder, cómo sus caderas arremetían con desesperación contra su manifiesta erección buscando ese mágico punto en el que la fricción se convertía en algo insoportablemente adictivo, cómo sus manos se aferraban a su perfecto y prieto trasero y cómo, mientras todo esto sucedía, ella asistía en calidad de espectadora a la rebelión total de su cuerpo. “Esto no es propio de nosotros”, se reprochó en silencio, “debo recuperar el control”. Y lo hizo. Antes de que su sensibilizado cuerpo tuviera tiempo a entender qué ocurría, Scully ya había despegado sus labios de los de Mulder. Si quería sobrevivir a este encuentro y no perecer por combustión instantánea, debía separarse. Un poco.
Aunque la distancia que había tomado de Mulder era más simbólica que física, fue suficiente para que él lo percibiera y se alejara, como si de un resorte se tratara, varios palmos de ella. A Mulder nunca se le había dado bien interpretar las señales personales. Su intuición, que era magistral para cuestiones laborales, era nefasta en cuanto a relaciones personales. Por ello, lo que para Scully había sido un poco de espacio para respirar y tomar carrerilla antes de lanzarse al vacío, él lo interpretó como un “basta, ahora no es el momento ni el lugar”. La oscuridad le impedía verle la cara, pero en ese preciso momento Scully sabía que el rostro de su compañero estaba teñido por la culpa y la decepción. Y se sintió morir por ello.
- Scully… Lo siento. Yo… No debería haber… No sé en qué narices pensaba cuándo…
- Shhhht, Mulder, por favor –depositando su dedo índice sobre sus labios-. No te arrepientas ahora, no te eches atrás de nuevo. Creía que esta etapa de recelos e inseguridades la habíamos superado hace tiempo. ¿Cuándo vas a entender que no debes pedir permiso para tocarme? ¿Cuándo comprenderás que mi cuerpo, mi alma, mi yo en el sentido más completo del término te pertenecen? –y mientras decía esto, cogió la mano de Mulder que ahora permanecía apoyada en una de las gélidas paredes del ascensor para depositarla en su pecho, donde podía sentir el latir desbocado del corazón de Scully incluso bajo su blusa-. ¿Lo notas? Pues también es tuyo, Mulder. Así que, por favor, no te alejes ahora. No podría soportarlo de nuevo… -con la voz entrecortada por la emoción-.
- Oh, Scully, porque nos ha tocado vivir esta vida… -mientras hundía su rostro humedecido por las lágrimas entre los brazos de Scully, que le sostenían como a un niño desvalido-. ¿Por qué a pesar de no merecerte sigues conmigo?
- Porque así tenía que ser, Mulder. Desde que te conozco, nunca he imaginado un futuro en el que tú no estuvieras. Nunca. Y aunque ahora, por circunstancias que nos superan a ambos, estemos separados, siempre te siento conmigo. Porque tú eres mi constante, mi piedra angular…
- Y tú la mía.
Y dicho esto, la besó. Con toda la dulzura que su maltrecho cuerpo y su desgastada alma fueron capaces de destilar. Y mientras sentía como se hundía más y más en esa cavidad aterciopelada y resbaladiza que le recibía con pasión, supo que a pesar de todas las luchas, las distancias, las heridas físicas y emocionales, las derrotas y las tradiciones, su amor por Scully se mantendría siempre inalterable. Nada ni nadie podría arrebatarles ese vínculo que era superior a todo y a todos.
Pero Mulder nunca se daba una tregua. Ni tan sólo, con Scully entre sus brazos en un oscuro y hermético ascensor. Venir hasta aquí había sido una locura, quizás una de las más peligrosas que había cometido en toda su vida. Y habían sido muchas. Pero estaba tan asustado… Hacía tiempo que Mulder confundía los lunes con los miércoles y los anocheceres se le fundían con el amanecer. Se sentía perdido y terriblemente desorientado. El tiempo y la soledad estaban haciendo mella en su determinación, y había empezando a perder la fe, la fe en esa Verdad escurridiza que siempre se le negada. Y sabía que la única persona, las únicas personas en todo el mundo que podían evitar que se perdiera para siempre eran ella y William. Por eso, aún sabiendo que podían matarle por el sólo hecho de acercarse a ellos, esta noche decidió arriesgarse. Sólo quería verla de nuevo. “Unos minutos, y me iré”, se dijo a sí mismo una y otra vez minutos antes de entrar en el ascensor y desenroscar con cuidado la bombilla para sumir ese habitáculo en la negra oscuridad. Pero ahora, que sentía la reconfortante calidez de Scully entre sus brazos y su aroma inundaba de familiaridad sus fosas nasales, abandonarla de nuevo se le hacía extremadamente doloroso. Era una amputación en vida.
- Debo irme. Estando aquí os pongo en peligro a ti y a William.
- Mulder… -agarrándose con desesperación de las solapa de su abrigo-.
- Lo siento. Quizás hubiera sido mejor que no hubiera venido, pero… -mientras apoyaba su frente en la de ella en ese gesto tan íntimo-.
- No digas eso, ni siquiera lo pienses. Sabes que me enfrentaría al mismísimo Diablo con tal de poder pasar un minuto más contigo.
- No te lo recomiendo, Scully. Le he visto la cara y es muy feo. Además, su aliento huele a rayos –bromeando-.
- Mulder, por Dios… -sonriendo mientras unas lágrimas furtivas resbalaban hasta sus labios-.
Y de manera irracional, como una niña pequeña que no quiere separarse de su padre por miedo a que no regrese nunca más, Scully se abalanzó contra Mulder, resiguiendo con sus labios el camino invisible que comunicaba su cuello hasta el rostro y depositando minúsculos besos que humedecieron su piel como el suave rocío impregna las flores al amanecer. Y una vez en su rostro, buscó a tientas sus ojos para acariciarlos con sus suaves labios, y luego sus mejillas, cubiertas por una incipiente barba, para colmarlas de besos delicados, hasta que llegó a su boca, que la esperaba anhelante con los labios entreabiertos para recibirla sin demora. Ambos sabían lo que ocurriría después. Habían intentado, con todas sus fuerzas, evitarlo. Incluso, inconscientemente, creyeron postergarlo hasta el regreso oficial de Mulder, cuando pudieran disfrutar de todo el tiempo del mundo para amarse en un ambiente más íntimo que el que proporcionaba ese cubículo metálico y polvoriento de 2x2. Pero las circunstancias de la vida les habían obligado a aplazar esa intimidad en demasiadas ocasiones: primero fue su abducción, después el avanzado estado de gestación de Scully y su complicado parto y finalmente, su huida.
Es por ello que cuando Mulder sintió, de nuevo, la rugosa y húmeda lengua de Scully deslizarse entre sus labios, su instinto más irracionalmente primitivo le remitió a otro tipo de humedad, si cabe más caliente y envolvente. Y supo que ya nada podría detenerle. Con un movimiento rápido que pilló a Scully totalmente desprevenida, la arrinconó contra la fría pared de acero y con un agilidad asombrosa, la sostuvo para que sus piernas rodearan su cintura, y así, sus cuerpos estuvieran aprisionados. Tan cerca que no sabían donde empezaba el aliento de uno o de otro. Tan cerca que incluso dolía.
En esa postura, con un Mulder bebiendo de ella y su erección acariciando, a través del pantalón, su sexo, Scully se sentía como una principiante ante su primera vez. Cualquier roce, caricia o embestida de Mulder se traducía en un gemido gutural que se escapaba, fuera de control, de sus labios entreabiertos. Le necesitaba. De hecho, no recordaba nunca antes haber necesitado tanto hacerle el amor a un hombre. Ni siquiera su primera vez juntos fue así de apremiante. Al contrario, aquella vez fue lenta, dulce y algo torpe. Ahora era muy distinto. Todo eran prisas, voracidad y un ápice de agresividad. Y a pesar de todo, Scully estaba embriagada. Borracha de deseo. Quería fundirse con él, que se hundiera en su palpitante intimidad con embestidas largas y rápidas, necesitaba sentir cómo su sexo se deslizaba entre sus paredes vaginales primero con suavidad para cambiar de ritmo en un instante y penetrarla en profundidad hasta rozar el límite de sí misma. Hasta lograr que se olvidara de su nombre, de su cuerpo y de sus fronteras físicas para estallar en infinidad de nanopartículas de placer. Y sólo recuperar el control de sí misma cuando sintiera cómo él se hacía líquido dentro de ella.
En eso estaba pensando Scully cuando sintió cómo la mano de Mulder se colaba en su ropa interior y buscaba con destreza su sexo. Hacía tiempo que habían superado, y con honores, la torpeza de su primer encuentro. Ahora eran expertos, lástima que no pudieran perfeccionar sus habilidades de manera más regular, y no simplemente una vez al año.
- Por Dios, Scuuully… -en un susurro quebrado por la excitación-.
Al oír esas palabras y el seductor temblor con las que las pronunció, Scully se ruborizó hasta las cejas. Sabía a ciencia cierta porque Mulder, un escéptico redomado en materia religiosa, se había encomendado a Dios. Y eso la avergonzaba sobremanera. ¿Quién dice que la excitación de una mujer es invisible? Quizás no se aprecia a simple vista, pero sí con el tacto. Y Mulder la había tocado, es más, se había deslizado a través de ella hasta “resbalar” hacia su húmeda y receptiva entrada. Pero a pesar de estar tan cerca de su paraíso en la Tierra, se contuvo. Jugueteó con sus labios, hinchados por la sobreexcitación, y acarició con suavidad su prominente clítoris, que hacía tiempo que había abandonado su escondite para manifestarse con orgullo. Pero no pasó de ahí. Sabía que en su estado, le bastaba con hundir sus dedos dentro de Scully para que ella llegara al clímax al instante. No sería la primera vez que lo hacía. De hecho, el primer orgasmo de Scully que Mulder tuvo el placer de provocar y presenciar fue así: manual, un poco torpe y, si me apuras, nada romántico. Al menos, lo que convencionalmente se conoce como romántico. No hubo clímax simultáneo, ni promesas de amor eterno, ni fuegos artificiales. Sólo contracciones y un gemido contenido. ¿Frustrante? Un poco. Hasta que Mulder descubrió que los orgasmos de Scully habían sido, siempre y hasta entonces, silenciosos, como si se avergonzara de dejarse ir, de perder el control. Ésa fue la primera rémora de su vida sexual pre-Mulder de la que se deshizo. A ésta la siguieron muchas más, entre ellas, su reticencia al sexo oral. Nunca le había gustado. Porque hasta entonces no se había encontrado con un hombre capaz de provocarle, únicamente con su lengua, ese estallido de sensaciones. Nunca nadie había tenido la consideración de degustar su sexo como si de un exquisito manjar se tratara. Hasta esa noche. Fue entonces, tumbada desnuda en su cama con la cabeza de Mulder aún hundida entre sus piernas, cuando Scully se prometió no dejar nunca más a ese hombre glotón y sudoroso sin su ración diaria de pipas de girasol.
Había transcurrido mucho tiempo desde ese primer orgasmo, pero aún así, Mulder se acordaba como si hubiera acontecido apenas unos minutos atrás. Pero esta vez quería que fuera distinto. Por eso, a pesar de tener su húmedo y receptivo sexo esperando ser acariciado, Mulder se resistió. Sabía que ese orgasmo no le impediría a Scully explotar con él de nuevo cuando la penetrara. Pero, por primera vez con ella en materia sexual, Mulder fue conscientemente egoísta. Necesitaba ese orgasmo, el primer orgasmo desde hacía más de un año, y quería vivirlo estando dentro ella. Necesitaba sentir cómo las paredes vaginales de Scully se contraían espasmódicamente y cómo aprisionaban su sexo hasta que él se vaciara en ella. Después, si el escaso tiempo del que disponían lo permitía, ya la resarciría. Pero ese primer orgasmo debía ser de los dos. Y para los dos.
En todas estas, la escena en la que se encontraban sumidos era del todo rocambolesca. Ella, con la falda enroscada hasta la cintura, la blusa desabrochada y los pechos sobresaliendo de su sujetador, que a pesar de molestar más que otra cosa, permanecía en su sitio. Él, por su parte, había logrado desprenderse del abrigo y la camisa, que yacían hechos un amasijo en el suelo de ese cubículo. En cambio aún conservaba puestos los pantalones y los boxers. Un obstáculo que Scully se encargó rápidamente de eliminar. Mientras Mulder devoraba sus pechos con glotonería, Scully deslizó sus manos al botón del pantalón, que cedió sin apenas hacer esfuerzo. Lo siguiente fue más fácil, la cremallera descendió como impulsada por las leyes de la gravedad, igual que sus pantalones, que se arremolinaron en sus tobillos.
En esa posición, con Scully a cuestas, y su movilidad mermada por sus tejanos que le impedían dar un paso sin caerse de bruces, Mulder agarró su sexo, cuya rigidez extrema rozaba el dolor, para introducirse lentamente en ella. Aunque podría haberla penetrado sin necesidad de “acompañar” su erección, temía lastimarla. Ni su lubricación extra lo hubiera evitado. Y eso lo había aprendido de primera mano la primera noche con ella. Era tan estrecha y él tan… Aún recordaba el gemido de dolor de Scully cuando intentó penetrarla. Por mucho que después ella intentara decirle que todo estaba bien, que no pasaba nada, que simplemente era una cuestión de tamaños y que su estrechez se adaptaría a su grosor, lo cierto es que Mulder no pudo seguir. La última cosa que quería en este mundo era lastimarla y mucho menos mientras le hacía el amor. Una hora más tarde, tras varios orgasmos manuales y alguna copa de vino a modo de relajante, él consiguió derramarse en ella. Para Mulder fue la primera vez que hacía el amor mientras le hacían el amor. Y fue soberbio.
- Mulder, por favor…
La súplica de Scully incidió directamente en su palpitante sexo, que se tensó un poco entre sus manos hasta rozar el límite que separa el placer del dolor. Era tal el efecto que surtía esa pelirroja en él. La cuenta atrás había llegado a cero, él tampoco podía esperar más, y las caricias de Scully, que desde hacía unos minutos jugueteaba con sus testículos mientras rozaba con la punta de sus dedos embebidos por saliva su prominente capullo, no ayudaban a serenarse. Por eso, antes de hacer el peor de los ridículos y terminar antes de empezar, se lanzó contra ella. Y como si hubieran nacido para ello, sus cuerpos chocaron como dos obuses mientras sus sexos se reencontraban en una complementaria batalla de humedad, calidez y dureza. La primera embestida fue corta, más bien se trató de un primer contacto con su resbaladiza abertura. Mulder tan sólo se aventuró a hundir en ella su suave y tersa cabeza. “No quiero lastimarte, Scully, compréndelo”, pensaba para sí mismo mientras hacía un esfuerzo titánico de contención para no penetrarla hasta la empuñadura. Pero ese amago de penetración, en vez de ralentizarlo todo, los catapultó a cuotas sobrehumanas de excitación. Y Scully, en un acto de enajenación orgiástica, se postró con todo su peso en él. Como un cuchillo ardiente se sumerge en la mantequilla, el sexo de Mulder se hundió en ella hasta desaparecer engullido en su totalidad por esa palpitante cavidad, que parecía haber adquirido vida propia. En ese instante, inmóviles contra la fría pared de acero, los gemidos de ambos se confundieron en una letanía de murmullos, Scullys, Mulders y blasfemias incontrolables.
Cuando Mulder logró recuperar el control de su cuerpo, deshizo el camino que, con apremiante necesidad, Scully había devorado en un solo acto. Ahora que el miedo inicial a lastimarla había desaparecido, Mulder quería retomar el control de la situación para danzar juntos ese baile de lentos y rápidos, superficiales y profundos que ellos dos, tiempo atrás, habían perfeccionado. Y mientras su rigidez se abría paso, una y otra vez, en la estrechez de Scully, ella simplemente explotó. Y como un torrente de lava que arrasa con todo a su paso, Mulder no intentó contenerse. No era el momento de reprimirse. Era el momento de dejarse de ir, de sentir, de vivir, de saborear y, sobre todo, de memorizar. Porque ese instante mágico entre ellos debería servirle a Mulder como sustento de sus largas y frías noches de soledad en las que sólo los recuerdos de Scully le caldeaban su yerma alma. Desde los detalles más insignificantes, una sonrisa tímida, una caída de ojos cuando estaba nerviosa, un dedo rozando sus labios cuando se sentía vulnerable… Hasta su inconfundible aroma al salir de la bañera o el penetrante perfume que envolvía sus cuerpos tras hacer el amor. Sí, necesitaba guardar todo esto en su memoria para sobrevivir. Era la materia de la que estaban hechos sus sueños. Sólo que en ellos sólo estaba Scully… Y William, ese hijo del que apenas había podido disfrutar, al que apenas había conocido y del que se tuvo que separar demasiado pronto. ¿Se acordaría de él?
- ¡Agente Scully! ¿Se encuentra usted bien?
El grito de Farrelly, el agente que por orden expresa de Skinner custodiaba su casa cada noche desde que Mulder desapareció, los abstrajo de su burbuja postorgásmica para devolverlos, de manera traumática, a la realidad.
- Sí, sí, agente, no se preocupe –con la voz entrecortada-. Estoy bien, sólo que se ha fundido la luz del ascensor y la señora… -dubitativa- La señora Douglas, del primero segundo, se ha asustado. En unos minutos todo estará resuelto, ¿verdad señora Douglas? –esperando que Mulder entendería el papel que debía desempeñar en ese soneto-.
- Ehhh, sí, sí… -deformando su voz que, por arte de magia, había adquirido la tonalidad de una anciana de 80 años. Seguramente el orgasmo había ayudado a darle credibilidad: a él le debía el temblor de su voz, tan característico de una persona de la tercera edad-.
- ¿Seguro que no quieren que baje para echarles una mano? –gritó el agente desde el hueco de la escalera-.
- ¡No, no! –alarmada-. Seguro. Más gente aquí aún podría más nerviosa a la señora Douglas. Es sólo que se ha asustado y se ha quedado paralizada, a medio camino de entrar y salir el ascensor. Déme un par de minutos más. ¿De acuerdo?
- Muy bien, como usted precise, agente.
- Dana, ¿quién coño es…? –mientras se vestía aceleradamente-.
- Shhhttt. Es una historia muy larga Mulder y ahora no tenemos tiempo –a la vez que se abotonaba con prisas su blusa y se ajustaba de nuevo la falda-.
- ¿Tengo motivos para estar celoso? -bromeando-.
- Oh, Mulder –dándole un golpecito en el hombro-.
- Scully…
- Sí, lo sé, tienes que irte…
- Sabíamos que este momento llegaría y aunque inoportunamente, han hecho bien en recordárnoslo. Creo que podría estar amándote toda la noche sin desfallecer –y se acercó más a ella hasta rozar con la punta de las yemas de los dedos su rostro, arrastrando con ellos las lágrimas que humedecían las mejillas de Scully-.
- Ya lo veo –rozando con intención el sexo de Mulder, que había perdido su flacidez tras el orgasmo para endurecerse de nuevo-. Mulder… -con su voz a sábanas revueltas-.
- Oh, venga, Dana, no lo hagas más difícil… -acariciando con urgencia sus endurecidos pezones-. ¿Sabes que podrías quitarle un ojo a alguien con ellos, verdad?
- Y tú herir a alguien con esto… –mientras aprisionaba entre sus pequeñas manos la ereccionísima de Mulder-.
- Scully… -a modo de súplica-.
- Lo siento…
- No lo sientas. Sabes que me encanta… Sólo que ahora…
- No es el momento. Lo sé.
- Ey, venga, alegra esa cara –sosteniendo su barbilla hasta alzarla para que se miraran a los ojos. Aunque estaban a oscuras, y no podían verse, Mulder necesitaba sentir su mirada cristalina depositada en él-.
- ¿Cuándo te volveré a ver?
- Scully, búscame en cada callejón, en cada rincón a oscuras, en la frondosidad del parque o detrás de cada transeúnte. Ahí estoy siempre observándote… Observándoos –e hizo una pausa-. ¿Cómo está…? –pero no pudo verbalizar su nombre, cada vez que pensaba en William las lágrimas se le agolpaban en la garganta impidiéndole hablar. Se sentía tan culpable por haberles abandonado…-
- Está bien. William está bien, Mulder. ¿Sabes? Cada vez se parece más a su padre –riéndose, mientras se secaba con la yema de los dedos las lágrimas-. Hace conmigo lo que quiere.
- Vaya, yo tardé al menos un par de años en ejercer ese poder sobre ti… -con un falso atisbo de celos-.
- Ya sabes lo que dicen: las nuevas generaciones siempre superan a sus predecesores –sonriendo mientras acariciaba con ternura sus labios, ahora más gruesos de lo normal fruto de la excitación-.
- Scully, no dejes que me olvide, por favor…
- Eso es imposible, Mulder. Eres su padre, y un hijo nunca olvida a un padre. Además, cada día le hablo de ti.
- Me encantaría oírte… -con nostalgia-.
- Lo sé…
- Debo irme. Ahora sí –y acto seguido, sin darle tiempo a Scully a asimilar las implicaciones de sus palabras, pulsó la tecla del stop e inmediatamente el número 1. Sabía que si se daba un segundo de más para pensar, no podría volver a abandonarla-.
Scully notó cómo el ascensor se ponía en marcha y, tras unos segundos, se detenía en el primer piso. En ese momento, las puertas se abrieron dejando que la luz anaranjada del pasillo se filtrara en la oscuridad absoluta de esa cabina. El primer contacto con la claridad fue molesto, sus ojos se habían acostumbrado a no ver y de golpe, esa luz se tornaba molesta. Fue entonces, mientras se esforzaba en pestañear para readaptar su vista a la nuevas condiciones lumínicas cuando le vio. Por primera vez en cinco meses. El pelo más largo y enmarañado de lo habitual, una frondosa barba en la que empezaban a despuntar algunas canas ocultaba parcialmente su rostro cansado, esos labios que la volvían loca y sus ojos. Verde esperanza enmarcando un rostro que transmitía culpa y soledad. Estaba más delgado que cuando se fue, y sus ropas eran más acordes con las de un vagabundo que con las de un brillante agente del FBI, pero sin duda ése era el mejor disfraz para pasar desapercibido en las calles de Washington, donde los sin techo eran, lamentablemente, un elemento más del paisaje urbano.
- Estás preciosa –dijo mientras le acariciaba el rostro con dulzura-.
- Yo no puedo decir lo mismo de ti –bromeando-.
- La vida en la calle es muy dura. Tienes que camuflarte con su fauna si quieres que te respeten –y bajó la mirada hasta sus pies, calzados con unos zapatos roídos que dejaban entrever sus calcetines deportivos-. Pero no te asustes, esto es sólo un disfraz. Tengo el esmoquin en mi guarida –guiñándole un ojo-.
- Contaba con ello.
- Ha llegado la hora.
- Lo sé –con la voz entrecortada-.
- Dale un beso a William de mi parte. ¿Lo harás? –sujetándole la barbilla para que sus miradas se reencontraran-.
- …
- Adiós, Dana –y se giró abandonando el ascensor-.
Scully se quedó paralizada. Sus piernas no respondían, su cerebro les decía que debían correr hasta alcanzarle, pero éstas permanecían inmóviles. Hasta que volvió a levantar la vista y le vio en medio del pasillo mirándola con una sonrisa que teñía de amargura su rostro. Fue entonces cuando no pudo más. Salió corriendo hacia él como si le fuera la vida en ello. De hecho, parte de su vida se iba con él. La otra mitad estaba durmiendo inocentemente en su cunita del tercer piso. Faltaba aún un metro para alcanzarle cuando se abalanzó contra él. Necesitaba sentir sus fuertes brazos rodeándola de nuevo. Una vez más. La última. Mulder la recibió con los brazos abiertos y cuando sintió ese cuerpecito tembloroso junto al suyo la sostuvo como si temiera que se esfumara. Y permanecieron así, entrelazados, durante unos segundos, justo antes de que Mulder buscara con anhelo sus labios para besarlos por última vez. Fue más un roce que nada más, pero les bastó para sellar su pacto: “volveré pronto, te lo prometo y retomaremos nuestra vida donde la dejamos esa mañana”, le dijo, “los tres juntos”.
- Lo has prometido. Ahora no puedes echarte atrás… -entre risas y lágrimas-.
- Yo siempre cumplo mis promesas.
Y se fue. Scully le vio bajar las escaleras que conducían al rellano de la entrada y antes de perderlo de vista le llamó de nuevo. Él se detuvo, y sin girarse simplemente le dijo: “Lo sé. Yo también”. Y arrancó a correr escaleras abajo. Sabía que si se giraba de nuevo, no podría marcharse nunca más.
Habían transcurrido unos minutos desde que Mulder había desaparecido de su campo de visión, pero Scully permanecía de pie, hierática, en medio del pasillo. La voz del agente Farrelly, que finalmente había bajado en su busca preocupado por la tardanza, la abstrajo de sus pensamientos.
- Agente Scully, ¿se encuentra usted bien? –se detuvo a unos metros de ella, que estaba de espaldas a él y con la vista perdida, como si buscara algo en la negra noche que se filtraba a través de la ventana del pasillo-.
- Eh, sí, sí. He acompañado a la señora Douglas hasta su casa y me he quedado aquí mirando la luna. ¿No cree que está preciosa esta noche?
- Ahhhh, sí, supongo que sí. ¿De verdad que se encuentra bien, agente? –con sorpresa-.
- Sí, estoy bien –y sonrió para sus adentros mientras repetía “Estoy bien”, porque hacía mucho tiempo que no formulaba esas palabras con tanta sinceridad-.
Epílogo
Daniel Farrelly, un agente joven de origen italiano que se acababa de licenciar en la academia con unas puntuaciones dignas de mención, acompañó a Scully hasta las escaleras y la siguió, a cierta distancia, hasta la puerta de su casa. La verdad es que esta noche la impasible e inaccesible agente Dana Scully se presentaba ante él de manera desconocida. Tenía el pelo revuelto, la camisa mal abotonada y la falda tan arrugada que parecía que se había revolcado con ella por el suelo. Pero lo más desconcertante de todo era el rubor de sus mejillas, el rojo intenso de sus labios y su vivaz mirada…
Esta noche, por primera vez en sus cinco meses de guardias ininterrumpidas, el agente Farrelly reconoció ante él a la mujer de la que todos hablaban en los pasillos del FBI. Una mujer valiente, leal y pasional que arriesgó su carrera y su vida, en más de una ocasión, por seguir al lunático agente Fox Mulder en su desesperada búsqueda de la Verdad. Una búsqueda que pronto se convirtió también en la suya. Una mujer que, tras la desaparición de su compañero, siguió buscándole con ahínco desoyendo a sus superiores, que hacía tiempo que le habían dado por muerto. Una mujer que fue madre de un hijo que, oficialmente, no tenía padre. En definitiva, una mujer excepcional.
Pues bien, precisamente hoy, un día cualquiera en sus interminables y aburridas noches de guardia, había descubierto a esa mujer. Oculta tras la coraza de indiferencia que lucía cada noche estaba la Dana Scully de la que hablaban con sumo respeto los mejores agentes del bureau. La mujer menuda y con andares relajados que se presentaba ante él ya no era, simplemente, la resolutiva y eficiente agente del FBI. Era, además de todo eso, una mujer vulnerablemente seductora.
Algo había ocurrido esta noche, de eso no tenía ninguna duda el agente Farrelly, pero fuera lo que fuera no sería él quien desvelara su secreto. Por eso, cuando a la mañana siguiente redactó su informe de rigor sobre lo acontecido durante su guardia, se limitó a transcribir lo de siempre desde que le asignaron este trabajo: “Nada digno de mención”.
FIN
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