fanfic_name = Jaque al Rey

chapter = 1

author = Spooky2

dedicate = Agradecimientos: ¿Repetirse? ¡Para nada! Bromas a parte, agradecer la colaboración, predisposición, paciencia, constancia, e interminable capacidad de inventar nuevos caminos para desarrollar la historia y llevarla por mejor cauce. A ellas, a mis dos ángeles particulares, FBI y Alderaan: muchas gracias, sois fantásticas. Pero el agradecimiento no sería completo sin contar con tod@s vosotr@s, l@s que relato a relato os habéis tomado la molestia de leerlos y dejar vuestros magníficos comentarios, que me han animado a seguir escribiendo y a esforzarme más para que, en la medida de lo posible, el resultado final sea, si no mejor, al menos igual que el anterior. Gracias a tod@s de todo corazón. Y disculpad por no nombraros un@ a un@, pero me dolería mucho dejarme algún nombre. Muax a tod@s. Y espero seguid “viéndoos” durante mucho tiempo.

Rating = touchstone

Type = Angst

fanfic =

 

 

Lo primero que percibió Mulder, antes incluso que el penetrante olor a tabaco rancio y a alcohol barato, fue la certeza de encontrarse en un lugar desconocido: lo que sentía bajo su peso eran muelles, un desgastado e incómodo colchón de muelles, y él no usaba de eso. O agua o cinchas, ésos eran sus dos sistemas de descanso habituales. Cuando descansaba, claro. Los muelles eran cosa de Scully.

 

Tras ese amago de contacto con el medio que le rodeaba, la primera orden coherente dictada a su maltrecho cerebro fue la de abrir los ojos, pero tras un esfuerzo maratoniano desistió. La sensación era la de tenerlos pegados con cola. Y cada intento por separar sus párpados y dejar que se filtrara un poco de luz a sus retinas recibía como respuesta unas punzadas agudas en su cerebro que, muy apropiadamente, Mulder había rebautizado como olla-a-presión-a-punto-de-estallar. Ni la peor de las resacas de su época universitaria en Oxford le había dejado en un estado tan lamentable. Y lo más curioso del caso es que no recordaba haber bebido tanto la noche anterior.

 

Haciendo un verdadero esfuerzo de memoria recordó estar tumbado en el sofá de su casa de madrugada, en vela, como siempre, cuando decidió salir a dar una vuelta. Estaba demasiado despierto para intentar conciliar el sueño y se sentía demasiado vulnerable como para ver una película porno. No tenía el cuerpo ni la mente para ello. Y lo peor del caso, esa noche no podía hablar con Scully para calmar su desasosiego existencial porque había salido. Con una amiga, le dijo. No era estúpido y sabía que Scully y sus improvisados planes de “ir a tomar unas copas para recordar viejos tiempos” eran la causa de la desazón superlativa que le rondaba sin tregua esta noche. Así que, tras llamarla un par de veces a casa sólo para oír su melódica voz en el contestador automático, cogió la chaqueta y se encaminó a la calle. “Si no puedes con el enemigo, únete a él”.

 

El frío primero y la nieve después le obligaron a guarecerse en un concurrido bar cerca de su apartamento. Pensó que el bullicio le sentaría bien, estaba instalado en una de esas noches en las que necesitaba sentirse rodeado de gente para silenciar a su mente hiperactiva, que sólo sabía articular una palabra desde hacía horas: Scully. “¿Horas? Si sólo fueran horas podría sobrellevar la situación con cierta dignidad. Pero esto empieza a ser enfermizo. Incluso para mí”, pensó para sus adentros. La cuestión era… ¿Cuándo NO pensaba en ella? Y la respuesta era del todo patética: nunca. Ni cuando conseguía fintar a su insomnio crónico hasta arrancarle unas insuficientes horas de sueño, ni entonces se separaba de ella. Su vínculo era tan profundo que a veces, incluso, tumbado en su sofá viendo las horas discurrir lentamente Mulder tenía la sensación que, desde la otra punta de la ciudad, ella también estaba pensando en él. Era algo extraño y hasta cierto punto infantil, pero le gustaba esa sensación. Se imaginaba cómo sus almas abandonaban sus cuerpos adormecidos para buscarse en la inmensidad de la ciudad, la una persiguiendo a su perfecto e irremplazable contrario. “Afortunadas ellas -pensaba Mulder en esos momentos-, al menos son valientes. No como nosotros, siempre asustados, siempre a la espera. Somos unos cobardes”. El estrépito de un vaso al caer al suelo y desintegrarse en minúsculos pedacitos transparentes le arrancó de sus pensamientos hasta devolverle a la realidad. Dio otro sorbo a su cerveza, que había perdido su apetecible frescor, y sin terminársela pagó la cuenta y se fue.

 

Ése era el resumen, más o menos pormenorizado de la noche anterior, o al menos de los acontecimientos que Mulder recordaba con nitidez. Entonces, ¿qué hacía ahora, con una terrible sensación de resaca en una cama que no era suya? Y lo peor del caso, ¿quién era la persona que yacía inmóvil a su lado?

 

Tras las primeras advertencias de alarma de su cerebro en forma de punzadas agudas cada vez que intentaba abrir los ojos, Mulder optó por echar mano de los otros sentidos que, aunque mermados, le serían de más utilidad que la no-vista. El primero de ellos fue el tacto. Fue entonces cuando, al alargar la mano hacia su costado, sintió otra piel, otro cuerpo. Por su suavidad y sus formas redondeadas se trataba sin duda de una mujer. Una mujer desnuda y demasiado fría. Mortalmente fría. Y luego lo percibió: el olor a sangre, la nauseabunda carta de presentación de la muerte. Durante su etapa en el departamento de crímenes violentos, Mulder había desarrollado hasta tal punto su olfato que, al entrar en una habitación en la que se había producido un asesinato, tan sólo por el hedor de la sangre era capaz de elucubrar sobre el sexo y la edad de la persona muerta. “Juegos macabros”. No siempre acertaba, pero solía aproximarse bastante. Y ahora, a pesar de estar muy desentrenado, se atrevía a aventurar que se trataba de una mujer de no más de 35 años.

 

Aún sin abrir los ojos, ahora más por pánico que por el incesante dolor de cabeza, Mulder se incorporó en la cama hasta quedar sentado con el torso al descubierto y una amarillenta sábana cubriendo su descarada desnudez. Temía girarse hacia su acompañante de lecho. No recordaba haber buscado compañía femenina la noche anterior, a decir verdad, hacía tiempo que había dejado de ser cliente asiduo de los servicios de alterne. Pero… ¿Y si quien yacía a su lado no era una desconocida? ¿Y si…? Ese fugaz pensamiento le impulsó a abrir los ojos de par en par, sin reparar en el dolor extremo que este acto irracional acarrearía.

 

Lo primero que vio, entre brumas, fueron sus manos ensangrentadas, y tras un rápido examen visual, pudo comprobar que no era suya: no tenía heridas ni arañazos ni nada susceptible de sangrar. Por lo que toda la sangre que cubría sus manos y parte de su torso pertenecía a su acompañante. Con sumo esfuerzo ladeó la cabeza, lo justo para ver la espalda nacarada de una mujer menuda y de formas equilibradas. No podía verle el rostro, pero sí su enmarañada melena rojiza. “No”. Más que un sonido fue un gruñido gutural, casi animal. Por mucho que sus sentidos le remetían a Scully, su corazón se negaba a aceptarlo. No podía ser ella, él sería incapaz de hacerle daño. Antes, se lo haría a sí mismo. De hecho, ni Robert Modell con su poderoso don para controlar las mentes ajenas y jugar con ellas a su antojo, fue capaz de obligarle a disparar a Scully. Y de eso hacía mucho tiempo, cuando sus sentimientos hacia ella eran una equilibrada suma de respeto, admiración y afecto. Nada comparable con la tempestad emocional en la que estaba sumido ahora. En cambio, en ese tête à tête con Modell, Mulder estuvo a un paso de quitarse la vida. Sólo el azar evitó que la bala que rodaba libremente por el tambor del revólver no saliera disparada en su turno. El instinto de supervivencia que todo ser vivo tiene arraigado en sus genes se había saltado a Mulder. Porque en su caso, anteponía la vida de su compañera a la suya propia. Hacía tiempo que lo intuía, pero fue precisamente ese día, en ese abarrotado hospital lleno de agentes del FBI y de pacientes histéricos, cuando los hechos se impusieron a la intuición: pasara lo que pasara, nunca podría agredir a Scully. Porque, simplemente, sería ir contra natura. ¿Verdad que un cangrejo no puede volar? Pues Fox William Mulder nunca podría lastimar a Scully. Así de rotundo. Así de simple.

 

Por ello, mientras observaba con pánico el cuerpo inerte de su acompañante de lecho, se repetía una y otra vez que sus sentidos le estaban jugando una mala pasada: la mujer que yacía muerta a su lado y que se parecía terriblemente a Scully, e incluso olía como ella, no podía ser ella.

 

Con el pulso tembloroso, se dispuso a apartarle unos mechones del rostro cuando, para su sorpresa, se quedó con su cabellera rojiza en las manos. “Una peluca”. Con ese amasijo de pelos postizos entre las manos, Mulder estalló en un desgarrador y silencioso llanto. “No es Scully, gracias a Dios no es Scully”. Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas de manera incesante, como un torrente desbocado, y a continuación perdió el total control de su cuerpo, que empezó a temblar con convulsiones violentas mientras un sudor gélido cubría toda su piel. Sentía nauseas, el estómago le dolía horrores, la cabeza le daba vueltas como una noria sin control y continuaba con la visión nublada.

 

Con dificultad se dejó caer al suelo, y arrastrándose como pudo, llegó hasta lo que décadas atrás debía ser una butaca y ahora se había transformado en un amorfo amasijo de tela polvorienta y madera podrida. Y ahí estaba su chaqueta. “Móvil”. Sus pensamientos se habían vuelto del todo taquigráficos, su mente parecía estar inhabilitada para formular una frase completa con coherencia. “Llamar a Scully”. Sólo ella podría sacarle del atolladero en el que, sin saber cómo ni porque, parecía hundido hasta las cejas.

 

- ¿Sí?

- Scully… Ayúdame… Ven… Por favor… -la voz de Mulder era apenas un murmullo incomprensible, le costaba horrores articular las palabras de manera inteligible-.

- ¡¿Mulder?! ¿Eres tú?

- Scully, por favor…

- Mulder, ¿dónde estás? Llevo toda la noche llamándote y no he dado contigo…

- …

- ¡Mulder! Contesta, por favor…

- No lo sé… Parece un motel… -y entonces lo vio, encima de la mesita auxiliar había una caja de cerillas con unas letras garabateadas: Motel Hansen’s. Washington- Hansen’s. Motel Hansen’s, aquí, en Washington.

- ¿Y qué haces en un motel en…?

- No… No lo sé, Scully –con la voz temblorosa-.

- ¿Estás bien?

- Creo que no…

- Mulder, ¡¿estás herido?!

- No, yo no, pero…

- Quédate ahí, ¿de acuerdo? No te muevas, voy para allá.

 

Scully tardó menos de una hora en personarse en el motel y una vez allí no le fue difícil dar con la habitación de Mulder. La clientela de ese antro a pie de carretera era escasa, y la mayoría alquilaba las habitaciones por horas. Eso cuando el “cliente” valía la pena, claro. Según el recepcionista, su compañero había llegado la noche anterior acompañado de una joven “de dudosa reputación, pero con muy buenas piernas” y reservó una habitación a su nombre para toda la noche. Scully lo dejó con la palabra en la boca, tenía demasiada prisa y él demasiadas ganas de hablar.

 

Lo primero que percibió tras abrir la puerta 306 fue el hedor a humanidad incrustado en las paredes, muebles y sábanas de esa mugrienta habitación. A esta nauseabunda amalgama olfativa se unían dos olores que le resultaban tan familiares como inapropiados en ese dantesco escenario: uno era personal y otro, laboral. Tras reponerse al shock olfativo, cerró la puerta tras de sí y una incómoda y asfixiante oscuridad la envolvió hasta incomodarla sobremanera. La escasa luz que iluminaba irregularmente la estancia se filtraba a través de las lamas rotas de la persiana del baño. Tardó unos segundos en habituarse a la penumbra, durante los cuales pasó de distinguir volúmenes indefinidos a verle. Estaba tendido en el suelo, desnudo y hecho un ovillo.

 

- Mulder… -con la voz quebrada por el miedo-.

 

Fue al arrodillarse ante él cuando el temor inicial se convirtió en auténtico pánico. Unos temblores violentos sacudían el cuerpo de Mulder, estaba tan caliente que en cualquier momento entraría en shock, sus manos estaban manchadas de sangre y su mirada… A pesar de tener los ojos abiertos tenía la mirada perdida, como si estuviera andando entre tinieblas.

 

- Por favor, dime algo –mientras le acariciaba el rostro-.

- Tengo frío… –tiritando-.

- Tienes que ayudarme. Mulder, tengo que levantarte y meterte en la bañera. Estás ardiendo y si la temperatura sigue subiendo puedes entrar en shock. Por favor, yo no puedo sola…

 

Y haciendo un esfuerzo titánico, se incorporó hasta quedar sentado en el suelo. Desde esa posición no le fue difícil a Scully levantarlo y conseguir que se encaminara a trompicones al baño. Debía sumergirlo en la bañera con agua helada lo antes posible. Adán al ser abandonado, a traición, por Eva hubiera tenido un aspecto similar a Mulder. “Desnudo y desorientado”, pensó para sus adentros Scully.

 

- Mulder, mírame por favor –y le sostuvo la barbilla para que fijara sus dilatadas pupilas en su reconfortante iris marino-. Tengo que ir un momento al coche a por mi maletín. No te muevas, vuelvo enseguida, ¿de acuerdo? –hablándole en susurros y con una actitud maternal-

- Scully… -agarrándola de la mano-. Yo no…

- Shht, tranquilo Mulder. Vamos a esclarecer este asunto. Ahora quédate quietecito. Vuelvo enseguida –y acompañó sus palabras con una reconfortante sonrisa-.

 

Scully siempre llevaba consigo un pequeño maletín de primeros auxilios: deformación profesional. Y aunque Mulder se había burlado de ella en repetidas ocasiones tachándola de “enfermizamente precavida” ahora, quizá, su previsión le salvara la vida. Tardó menos de dos minutos en ir y volver del coche y Mulder seguía tal como lo dejó: tiritando acurrucado en la bañera de esa roñosa habitación de motel con un cadáver en la cama. Al menos eso es lo que le pareció entrever, entre el trayecto del baño a la puerta, entre las sábanas revueltas de la cama. Pero de eso se encargarían más tarde, lo prioritario ahora era intentar estabilizar a su compañero.

 

El agua helada parecía haber surtido efecto, su temperatura corporal había descendido hasta estabilizarse en un límite razonable, los 38º C. Con menos esfuerzo del previsto, le sacó de la bañera y cubrió su descarada desnudez con una manta que había encontrado en el fondo del destartalado ropero. No era la primera vez que le veía desnudo, pero sí la primera que se ruborizaba hasta las cejas ante este hecho. Definitivamente, ese beso lo había cambiado todo. “Maldita sea, Dana, no es el momento de pensar en “sexo” ahora. Eso, eso, ahora. ¡Dios!”.

 

Los temblores habían remitido y la fiebre bajado, pero Scully prefirió suministrarle un antipirético para mantener las décimas a raya. A pesar de su pésimo estado, Mulder empezaba a abandonar su letargo para recuperar, aunque atrofiadas, parte de sus funciones motrices. La cabeza aún le dolía horrores pero había recuperado la visión y las nauseas habían cesado. No estaba en su mejor momento, pero sobreviviría. El problema, ahora, yacía mortalmente en la cama de la habitación.

 

Mientras su compañero se vestía en el baño, Scully se acercó a la cama, donde tendido de lado descansaba el cuerpo inerte de una joven, aparentemente desnuda, con una larga melena azabache cubriéndole parte de la cara. Y ahí estaba la “fuente” de las dos fragancias que le resultaban curiosamente familiares: su perfume y el penetrante hedor a sangre. No debía llevar más de cinco o seis horas muerta. Apenas se habían secado las salpicaduras que coloreaban de macabro carmín su rostro. Un rostro joven y bello coronado por una frente ancha y unos labios gruesos que antaño debían ser de un rojo intenso y ahora habían adquirido una mortecina tonalidad violácea.

 

Con suma delicadeza, más por temor a contaminar las pruebas que por consideración, Scully apartó parcialmente la sábana que cubría su cuerpo y entonces lo vio, una certera herida de bala en el corazón. Limpia y a bocajarro. Le habían disparado estando dormida. Seguramente ni se había enterado. “Murió sin saberlo”, pensó Scully.

 

El ruido de la puerta del baño al cerrarse la abstrajo de sus pensamientos devolviéndola a la realidad. “Mulder”. Se apartó de la cama y se dirigió hacia la butaca, donde su compañero más que sentarse se había hundido, sujetándose la cabeza con ambas manos.

 

- Mulder, ¿te sientes mejor?

- Si estabas pensando en invitarme a salir esta noche será mejor que lo dejemos para mañana. Hoy no me siento con ánimos… –ahí estaba de nuevo el humor negro de Mulder. Quizá todo no estaba perdido aún…-.

- Tranquilo, lo nuestro puede esperar… –con una tímida sonrisa-. Mulder… -recobrando la seriedad- ¿qué ha ocurrido aquí?

- No lo sé, Scully. No me acuerdo de nada. Mis recuerdos se terminan a la salida de un bar un viernes noche cualquiera. Y antes de que me lo preguntes –levantando la cabeza y mirándola a los ojos para dar fe de la autenticidad de sus palabras-, no había bebido ni tampoco me fui de allí acompañado.

- Pues Mulder, tenemos un problema. Porque cuando te inscribiste en este motel, sin duda, no ibas solo –y miró hacia la cama donde yacía el cadáver de la joven sin nombre-. ¿No recuerdas nada de nada?

- No, nada –y cogiéndole la barbilla la obligó con suavidad a levantar la vista hasta que sus miradas se reencontraran-. Pero estoy seguro de que yo no vine aquí con una mujer para… ¡Y mucho menos la maté! Scully, aunque no me acuerde, puedo jurarte sin temor a equivocarme que anoche no alquilé los servicios de una prostituta. ¿Por qué es eso lo que estás pensando desde que has entrado, verdad? Que el salido de Mulder no se contentó con sus cintas guarras y se fue a buscar fuera lo que… -pero Scully le interrumpió-.

- Mulder, eso… Lo que hagas en tu tiempo libre y cómo decidas gastar tu dinero es sólo cosa tuya –sonriendo para mitigar su incomodidad-. Y no hablaríamos de ello si no fuera porque estamos en una habitación de motel con una mujer muerta y desnuda en la cama que, como muy bien dices, tiene todos los números de ser una profesional.

- Pero es que no lo entiendes, Scully. Una cosa va unida a la otra. Si yo no estuve con ninguna mujer anoche tampoco puedo haberla matado.

- Mulder, te has despertado en este motel, ensangrentado y, además, no te acuerdas de nada. Tienes un lapsus de… -y miró su reloj- ¿Ocho horas? En ese tiempo puede haber sucedido de todo…

- Sí, pero este “de todo” no incluye el asesinato. ¿O acaso me crees capaz de matar a alguien a sangre fría?

- ¿Exceptuando a Krycek? –necesitaba destensar la situación, y el humor era su mejor arma-.

- Exceptuándolo a él –sonriendo-.

- Claro que no, Mulder… Pero seamos realistas: todo te incrimina. No tienes coartada, no te acuerdas de nada, te has despertado en la escena del crimen, tu arma reglamentaria ha sido disparada… Sí, no me mires así, lo he comprobado. Le falta una bala y aún huele a pólvora. Y… -pero se frenó-.

- ¿Y qué?

- Y no sería la primera vez que pagas por sexo, ¿verdad?

- No, Scully, no sería la primera vez. De hecho, durante toda mi vida adulta he sido un asiduo cliente a los servicios de compañía, tanto telefónicos como personales. Para ser sincero, parte de mi amplio y creativo repertorio amatorio se lo debo a estas profesionales, hicieron un muy buen trabajo de educación sexual conmigo. Pero de eso ya hace algún tiempo. Concretamente desde que… -y se contuvo, no era el mejor momento para sincerarse-.

- ¿Desde que qué, Mulder? –levantando la vista, que hacía unos minutos que se paseaba nerviosamente por las palmas de sus manos-.

- Desde que no los necesito –soltó a bocajarro, de manera impulsiva y sin calibrar ni sus palabras ni lo que podían desencadenar-. Scully, no sé cómo he llegado hasta aquí, ni quien es esta mujer ni porque está muerta. Pero de lo que SÍ estoy seguro es de no haberme acostado con ella. Como estoy seguro de no estar implicado en su muerte. Que antaño pagara para tener sexo no quiere decir que ahora lo siga haciendo. Antes era antes y ahora… Ahora hay ciertas cosas que han cambiado y no me sentiría cómodo con ello.

- Entiendo –con una expresión de honda tristeza-.

- Entiendes… ¿Qué es lo que “entiendes” de todo lo que te he contado, Scully? –con cierto reproche en la voz-.

- Entiendo que hayas encontrado otras maneras… Otras personas, otra persona con la que… Bueno, una persona especial… -con una medio sonrisa incómoda-.

- ¿Y se puede saber cómo has llegado a esta brillante conclusión? –molesto-.

- Mulder, pero has dicho…

- He dicho que no necesito pagar por sexo. No que tenga sexo sin pagarlo. Es un pequeño matiz, pero no veas cómo cambia su significado. Pero claro, tú eres una mujer de ciencias, ¿no Scully? Las letras nunca han sido tu fuerte.

- Ponerte a la defensiva conmigo no te va ayudar en nada, Mulder –reprimiendo sus ganas de chillarle-. Y perdona si te he molestado, había interpretado que no… Bueno que… Da igual, para el caso poco importa que tengas o no pareja. Este dato tampoco te esgrimiría de culpa ante un tribunal. No serías el primero en ser infiel…

- Scully, no olvides con quien estás hablando. Yo no soy un tipo cualquiera –visiblemente ofendido-.

- Créeme, Mulder, lo sé. Y eso es lo que más me preocupa, porque tus enemigos tampoco son gente corriente.

 

Estaban a la defensiva. Más de lo que era racionalmente aconsejable dadas las circunstancias especiales en las que se encontraban. Por un lado, Mulder se sentía incómodo y acorralado hablando de su situación personal y su historial sexual con Scully y ante ello hacía uso de su mejor arma: el cinismo. Y en cuanto a Scully, se sentía demasiado nerviosa y vulnerable como para interactuar de manera fluida con Mulder. Y, por desgracia, esa fragilidad no tenía nada que ver con la situación actual. De hecho, hacía tiempo que su aparentemente perfecta relación de compañeros pendía de un hilo. Las distancias, tanto físicas como emocionales, que con tanto esmero se habían esforzado por levantar y mantener en pie durante sus siete años de inmaculada relación, hacía tiempo que brillaban por su ausencia. Un roce menos casual que de costumbre, un abrazo más cariñoso que cordial, una caricia “innecesaria”, un beso inesperado, una lengua hambrienta buscando a otra, dos cuerpos en tensión luchando contra sus instintos, un adiós en silencio, una soledad inabarcable a ambos lados de la puerta 42…

 

Sí, Mulder y ella se habían besado. Fue un desliz, un momento de debilidad suprema que no debía repetirse bajo ningún precepto, pero un beso en definitiva. Cálido, dulce, suave, salado, pasional, doloroso… Excitante. Había ocurrido diez días atrás y no habían hablado de ello. Pero tras esa noche en la que sus cuerpos se buscaron con anhelo antes de que sus mentes les frenaran, nada volvió a ser lo mismo. Las distancias que tan sólo 24 horas antes parecían liliputienses, de golpe adquirieron proporciones titánicas. Scully se distanció de Mulder, no tanto en el plano emocional, sino físico. Cualquier contacto entre ellos respondía, ahora, a exigencias del entorno: un roce al pasarse un expediente o al entrar en el ascensor. No más. Y es que desde esa noche, tocarse se convirtió en la Tentación Suprema. De hecho, cada vez que Scully miraba, con disimulo a Mulder, le parecía ver la palabra tentación escrita sobre su cabeza en letras gigantes y con intermitentes luces de neón… Rojas. “Sí, rojas como sus gruesos y sabrosos labios”. Por lo que no era de extrañar que una simple caricia hubiera adquirido la categoría de placer prohibido. Al menos eso es lo que pensaba Scully. Y esos pensamientos fueron precisamente los que la impulsaron a salir la noche anterior con Scarlett, una vieja amiga que, a pesar de no verse con asiduidad, estaba al día de la particular relación que mantenía con su compañero de trabajo. Necesitaba hablar con ella, desahogarse y, quizás, tras la cuarta cerveza, confiarle sus deseos prohibidos para con Mulder. Apenas habían dado el segundo sorbo a su bebida, Scarlett ya sabía que los besos de Mulder sabían a salitre y a caña de azúcar.

 

Esa noche, Scully llegó a casa mucho antes de lo previsto y, llámese euforia etílica o enajenación mental transitoria, sin pensárselo dos veces llamó a su compañero, pero no recibió respuesta. En el plazo de una hora, insistió hasta en seis ocasiones, y en todas ellas obtuvo la misma respuesta: “No estoy. Deja tu mensaje”. Ahora sabía porqué. Lo que no lograba entender, aún, era cómo su compañero había terminado con una mujer muerta y desnuda en una nauseabunda habitación de hotel. Ni tampoco cómo no se acordaba de nada, aunque lo que la desconcertaba más de todo esto era su seguridad al afirmar que no había venido, voluntariamente, con la muerta. Sabía que sólo se trataba de la punta del iceberg, y que lo más peligroso era lo que permanecía oculto. En este caso, quién y por qué le habían tendido esta trampa.

 

- Vamos, Scully. Suelta lo que estás pensando. Pregunta, no te cortes –sin abandonar su actitud a la defensiva-.

- Mulder, ¡¿qué quieres que te pregunte?! ¡No sé por dónde empezar, y tampoco sé si esto nos va a ayudar en algo para sacarte de este lío! –y tras tomar aire e intentar calmarse, retomó la conversación-. A ver, ¿la conocías?

- No, no la había visto en mi vida.

- Ni en el bar, ¿tampoco la viste ahí?

- No, tampoco ahí. La verdad es que anoche no estaba para ver a nadie. Ni que se hubiera personado un extraterrestre con sus antenas y sus ojos saltones lo hubiera visto. Estaba demasiado… Absorto.

- Mulder, ¿me estás diciendo que no viste a una mujer como ÉSA? –enfatizando esa palabra-. Una mujer así no pasa fácilmente desapercibida…

- ¡No, no la vi! ¿Tengo que repetírtelo? Ya te he dicho que estaba pensando en mis cosas y no me fijé en nadie… Pero estoy casi seguro de que no estaba en el bar.

- Pero… ¿No me acabas de decir que no te fijaste en nadie? –Scully estaba empezando a impacientarse, no entendía el juego que Mulder se traía entre manos-.

- Si hubiera estado en el bar, créeme, la hubiera visto.

- Explícate…

- Llevaba… Llevaba una peluca pelirroja. Está ahí –señalando con el dedo la mesilla de noche-. Cuando me he despertado esta mañana, por un momento, he temido que fueras tú quien estaba en la cama… Muerta –y dijo esta palabra en un susurro apenas audible-.

- Mulder… -con el corazón en un puño-.

- Por eso, si anoche hubiera estado en el bar, con esa peluca pelirroja, créeme cuando te digo que me hubiera resultado imposible no fijarme en ella. ¿Y sabes por qué? Porque ella… –bajó la mirada hacia sus manos avergonzado, sabía que estaba al borde del abismo y la única opción posible era saltar. La duda era, ¿con carrerilla?-. Porque ella me hubiera recordado a ti. Ya hace tiempo que las morenas de piernas largas dejaron de interesarme, Scully. Ahora las prefiero pelirrojas y con problemas para llegar a los pedales... ¿Quieres que te lo diga más claro? –mirándola con los ojos humedecidos-.

 

No sabía si tenía que decírselo más claro, más alto o por escrito pero de lo que Scully no tenía ninguna duda es que debía salir de ahí para que le diera el aire. Sabía que era científicamente imposible, pero la habitación parecía haberse encogido de golpe y el oxígeno simplemente haberse evaporado. Necesitaba respirar. Quizás fuera el olor a sangre o la presencia de una mujer muerta… “¿A quien quiero engañar?”, pensaba para sí misma. Era forense y estaba inmunizada a la muerte. La razón de su repentina claustrofobia era el derroche de sinceridad de Mulder. Alguien ajeno a su relación pensaría que no le había dicho gran cosa, pero la realidad era otra. Se conocían como nadie y, en su particular idioma de miradas, silencios y palabras dichas a medias, Mulder le había entregado su corazón en bandeja para que lo diseccionara y jugara con él a su antojo. De hecho, ya hacía tiempo que le pertenecía, aunque ella se negara a aceptarlo. El miedo, el paralizante miedo tenía la culpa de todo.

 

El aire frío de la mañana le golpeó, súbitamente, en la cara al salir de la habitación. Con la espalda apoyada en la puerta, los ojos cerrados y la respiración más agitada de lo habitual, Scully intentaba poner en orden el complejo y asimétrico puzzle que se presentaba al otro lado de la puerta. Le habían tendido una trampa, no tenía la menor duda. Pero, ¿por qué ahora? ¿Y por qué de este modo? Una voz familiar la abstrajo de sus pensamientos momentáneamente. Hubiera reconocido ese siseo ronco, que dejaba entrever los litros y litros de wisky ingeridos a lo largo de su miserable vida, en cualquier rincón del motel: el recepcionista.

 

- ¿Se encuentra bien, preciosa?

- ¿Cómo? Ah… Sí, sí, gracias –con una sonrisa fingida. No sabía si era su presencia, su voz o ese “preciosa” lo que le daba más asco de ese tipejo-.

- Sabe… Cuando la he visto esta mañana me he dicho que la conocía a usted de algo. Y tras mucho darle vueltas ya me acuerdo: se parece mucho a la chica de anoche. Sí, sí, echándoles un vistazo rápido, incluso se podría decir que son gemelas –riéndose-.

- ¿Qué? –Scully estaba desorientada-.

- Supongo que a su amiguito le van las pelirrojas, ¿eh? Por cierto, ¿qué tal ha amanecido, el chaval? Bueno, al menos estará más sobrio que ayer…

- ¿Cómo? –Empezaba a tener complejo de idiota. Entre su desconcierto y la verborrea de su interlocutor, su capacidad lingüística había quedado seriamente mermada-.

- Mire, preciosa, llevo años trabajando aquí y en el turno de noche he visto de todo. Ahora bien como el colocón que llevaba su amigo anoche pocos.

- ¿Estaba bebido?

- La expresión “estar bebido” no hace justicia a su estado. ¡No se tenía en pie! Suerte que el hombre que les acompañaba cargó con su amigo hasta la habitación porque si no…

- ¿Un hombre? ¿Había otra persona con ellos? –dejando entrever cierto nerviosismo-.

- Sí, un tipo de esos que es mejor no encontrarte en un callejón oscuro. Ya me entiende. Y no me malinterprete, yo no soy un cobarde, pero es que…

- ¿Cómo era? –interrumpiéndole- ¿Se acuerda de algo especial? ¿Era joven, alto…?

- Era manco, bueno, lo debía ser porque llevaba una de esas prótesis… Eso me llamó mucho la atención. Eso y su acento soviético. Sabe, mi padre trabajó durante unos años en Moscú y recuerdo que de pequeño, cuando le tocaba los cojones más de la cuenta, me gritaba en ruso. Según él, así me atemorizaba más. Y tenía toda la razón, el muy cabrón –riéndose-. Nunca me ha gustado ese idioma, es demasiado violento y tiene un…

- Gracias, muchas gracias.

 

Y sin darle tiempo a terminar la frase se introdujo de nuevo en la habitación. “Krycek. Krycek había estado ahí la noche anterior”. Todo cambiada, ahora. El puzzle empezaba a tomar forma. Aunque no le gustaba nada la que estaba adquiriendo.

 

- Mulder, tenemos que llamar a Skinner. Creo que ya empiezo a encajar las piezas… -pero la imagen de un Mulder inconsciente y tiritando espasmódicamente en el suelo de la habitación la detuvo en seco-.

 

 

CONTINUARÁ

 

 

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