chapter = 2
author = Spooky2
dedicate = Agradecimientos: ¿Repetirse? ¡Para nada! Bromas a parte, agradecer la colaboración, predisposición, paciencia, constancia, e interminable capacidad de inventar nuevos caminos para desarrollar la historia y llevarla por mejor cauce. A ellas, a mis dos ángeles particulares, FBI y Alderaan: muchas gracias, sois fantásticas. Pero el agradecimiento no sería completo sin contar con tod@s vosotr@s, l@s que relato a relato os habéis tomado la molestia de leerlos y dejar vuestros magníficos comentarios, que me han animado a seguir escribiendo y a esforzarme más para que, en la medida de lo posible, el resultado final sea, si no mejor, al menos igual que el anterior. Gracias a tod@s de todo corazón. Y disculpad por no nombraros un@ a un@, pero me dolería mucho dejarme algún nombre. Muax a tod@s. Y espero seguid “viéndoos” durante mucho tiempo.
Rating = touchstone
Type = Angst
fanfic =
Scully recordaba entre brumas las tres horas que siguieron a la visión de un Mulder en estado de shock… De nuevo. La adrenalina y el pánico a perderlo para siempre se apoderaron, en esos momentos, de todo su raciocinio. Actuó tal y como pensó, y pensó tal y como actuó: de manera acelerada. Lo primero que hizo fue comprobar sus constantes y, acto seguido, llamó a una ambulancia. Estaba segura de que le habían suministrado un potente alucinógeno, lo que aún desconocía era el porqué y cómo había podido tener un episodio de clara lucidez antes de recaer de nuevo.
Apenas colgó el teléfono se apresuró a ponerse en contacto con Skinner. Él podría ayudarles. Muy a su pesar, sabía que debía confiar en alguien, y en estos momentos el único con el suficiente poder para echarles un cable era su jefe. Le dolía implicarle en este asunto que, de bien seguro, levantaría muchas ampollas en el FBI y por el que tendría que pedir demasiados favores con un coste, quizá, demasiado alto. Pero era la única opción para Mulder. Y para ella.
En menos de media hora, Skinner se personó en el motel. Le acompañaba un reducido, aunque selecto, grupo de agentes, leales desde el primero al último. Tomaron fotos, huellas, examinaron el cadáver en busca de fibras, restos de piel bajo las uñas… Y, tras una hora de exhaustivo trabajo de campo, se fueron de ahí con el mismo sigilo con el que llegaron y con la única diferencia de salir cargados con decenas de sobres transparentes, en apariencia vacíos, pero de vital importancia, ya que las partículas minúsculas que contenían podían ser la salvación de Mulder. “Pruebas, esperanza”, pensó para sus adentros Scully. Estaba convencida de que todo en esa habitación era un montaje, un montaje demasiado bien orquestado como para responder tan sólo a una venganza personal. Krycek no estaba solo en esto, alguien movía los hilos, él sólo debía ser el ejecutor. “¡Maldita rata de alcantarilla. Debí dejar que Mulder te matara cuando tuvo ocasión!”.
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Scully sabía que su impoluta bata blanca, sus gafas de plástico a prueba de salpicaduras y sus guantes de látex eran algo más que su uniforme de trabajo. Eran el “disfraz” que convertía a la Dana Scully mujer en la Dana Scully doctora, en la fría, racional y rigurosa doctora Scully. Y ahora, cuando Mulder estaba en el hospital luchando por despertarse de su estado narcótico, Scully necesitaba más que nunca enfundarse la coraza que la protegía de sí misma, del alud de emociones y sentimientos que Mulder en general y su inestable estado de salud en particular, le generaban. “Los sentimientos no son buenos consejeros de la razón”, se repitió a sí misma. Por ello, cuando Skinner se fue hacia el hospital invitándola a ir con él, ella rechazó el ofrecimiento. Prefirió ir a la morgue a realizar, en persona, la autopsia a la desconocida. Durante estos años al lado de Mulder había aprendido a no confiar en nadie. Y cuando la vida de su compañero dependía de ello, menos aún.
La verdad es que Scully tenía depositadas pocas esperanzas en la autopsia: sabía la causa de la muerte, un certero balazo en el corazón, y tenía el arma homicida, la de Mulder. Lo único susceptible de ser revelado era si, antes de su muerte, la mujer anónima que yacía ahora en la fría camilla de la morgue, había mantenido relaciones sexuales. Y ese dato prefería no tener que indagarlo. Para el caso era irrelevante y para ella…
- Agente Scully…
La voz serena y grave del agente Williams la abstrajo de sus pensamientos que estaban tomando un rumbo demasiado peligro para la inestable salud emocional de Scully.
- ¿Sí? –girándose hacia la puerta del depósito-.
- Soy el agente Williams, he acompañado este mañana al director adjunto al motel…
- Sí, sí, agente Williams. Lo recuerdo –quitándose los guantes de látex para estrechar su mano-. Dígame, ¿qué le trae por aquí?
- El director nos dijo que estaría trabajando en el caso y que le entregáramos directamente a usted las pruebas recogidas en la escena del crimen una vez estuvieran debidamente clasificadas y etiquetadas. Y bueno, ya están –mostrándole una caja llena de bolsitas transparentes con sus pertinentes etiquetas-.
- Vaya –con sorpresa-. Muchas gracias agente Williams, ya veo que han trabajado duro… Si no le importa dejar la caja ahí… –señalando una de las camillas vacías de la sala de autopsias-.
- Ha sido un auténtico placer. Lo que es importante para Skinner, lo es para nosotros. Muchos de nosotros le debemos algo más que gratitud a ese grandullón –sonriendo con nostalgia de tiempos no tan lejanos en los que la fe ciega por tu superior era lo único que te impulsaba a seguir avanzando en el campo de batalla-. Bueno, y para cualquier otra cosa, no dude en llamarnos.
- Muchas gracias. Así lo haré.
Cuando el agente Williams hubo abandonado la morgue, Scully retomó su trabajo no sin antes agradecer al destino por haberles cruzado con Skinner, un jefe, sí; pero ante todo, un gran amigo. “No sé donde estaríamos ahora sin él…”.
Y mientras inspeccionaba, palmo a palmo y con una parsimonia digna de un restaurador el cuerpo de la difunta, Scully no podía sacarse a Mulder de la cabeza. A los acontecimientos de las últimas semanas se unía, ahora, esto. Cuando aún no había logrado superar “el beso” y la marabunta de sentimientos confrontados que éste desencadenó, ahora tenía que enfrentarse a la posibilidad de perderlo para siempre. ¿Y si no lograba salir del coma inducido por las sustancias que le habían suministrado? ¿Y si a pesar de tener la certeza de su inocencia, todos sus esfuerzos caían en saco roto y no lograba demostrar que él no había matado a la chica? ¿Y si…? Unas lágrimas traicioneras empañaron su vista hasta deslizarse con suavidad por sus mejillas para morir en sus labios. “Saladas, como el beso de Mulder”, pensó para sus adentros. “Oh, basta Dana. Tienes que sobreponerte”. Dejó el bisturí sobre la camilla, se quitó las gafas y torpemente se secó las lágrimas con la manga de la bata. No podía derrumbarse ahora. Cuando todo esto hubiera pasado, ya tendría tiempo de llorar, pero ahora no era el momento para mostrarse débil. Respiró hondo, como si un exceso de oxígeno pudiera insuflarle la fuerza necesaria para seguir adelante, y se encajó de nuevo las gafas. “Cuanto antes termines con esto, antes podrás acercarte al hospital a ver cómo se encuentra”.
No sabía nada de él desde hacía más de tres horas, cuando la ambulancia se lo llevó del motel en dirección al Memorial. Y, aunque Skinner le prometió mantenerla informada ante cualquier cambio en su estado, no podía evitar sentir que le estaba fallando por no estar a su lado. Debía reponerse, superar ese sentimiento de debilidad y hacer frente a la situación: su sitio, ahora mismo, estaba en la sala de autopsias y no junto a la cama de un hospital. “Lo siento, Mulder, pero aquí seré más útil”.
Y entonces lo vio. Bajo sus cuidadas uñas carmesí había lo que parecían ser restos de piel. “¡Luchaste! Eso significa que estabas consciente cuando te dispararon”. La emoción se apoderó de Scully, quizás, después de todo, hubiera esperanza. “Has tatuado a alguien con tus uñas, y ése no ha sido Mulder. Lo vi en la bañera totalmente desnudo y no tenía ningún arañazo… Además, si hubieras gritado, Mulder, por muy narcotizado que estuviera, te hubiera oído…”. Era una idea descabellada pero no perdía nada en comprobarlo. Se acercó hasta tener el rostro de la difunta a escasos centímetros de su inquisidora mirada y ahí estaban: las marcas del crimen. Por el paso de las horas, habían adquirido una suave tonalidad violácea que las hacía visibles. Ahora, se podían apreciar perfectamente los dos pulgares con los que el asesino presionó la garganta de la víctima hasta asfixiarla. “Y matarla. Y entonces… ¿La bala?”. El desconcertante, aunque vital, descubrimiento cambiaba radicalmente las cosas.
- El disparo, que “casualmente” se efectuó con el arma de Mulder, fue post mortem para encubrir la asfixia y el culparle de la muerte de…
La mente de Scully iba a mil por hora, no podía entender cómo se le había pasado una cosa así. “Que los árboles no te impidan ver el bosque, Dana”, le había repetido insistentemente su instructor en la academia. Y ahora, cuando más necesitaba tener la mente clara, los árboles, o sea, la herida de bala, había estado a un paso de impedirle ver la verdad: había muerto asfixiada y el disparo sólo fue una cortina de humo para culpar a Mulder. Pero… ¿Acaso Krycek creyó que durante la autopsia no se daría cuenta de ello? ¿Tanto la subestimaba? No, no era eso. Scully conocía muy bien a Krycek y sabía que podía ser muchas cosas, pero no un chapucero. Toda la puesta en escena en el motel había estado detalladamente estudiada: un anónimo hotel de carretera, una botella de whisky barato medio vacía, un hombre desnudo y con amnesia selectiva compartiendo cama con una profesional, igualmente desnuda, pero muerta… Nada era casual en esa representación. “Lo importante no era superar la autopsia, Krycek sabía que en el momento en que esa mujer llegara a la mesa de la morgue, la verdad saldría a la luz. Así pues, el objetivo de esa rata de alcantarilla no era engañarme a mí, sino a Mulder. Confundirle, mediante drogas y una cuidada puesta en escena… Pero, ¿para qué? ¿Qué quería lograr Krycek, cuál era su objetivo final?”
Scully pensaba en todo ello mientras conducía a toda velocidad hacia el hospital. Necesitaba hablar con Skinner y contarle lo que había descubierto, quizá entre los dos pudieran encontrarle sentido a toda esta locura. “¿Por qué? ¿Qué querías lograr, Krycek?”
Ring, ring, ring, ring
El timbre del móvil la arrancó de sus cavilaciones y un pánico irracional se apoderó de ella. “¿Y si le había ocurrido algo a Mulder? Skinner prometió llamarme si sufría algún cambio…”. Con las manos temblorosas y sin apartar la vista de la carretera cogió el teléfono sin prestarle atención al número entrante.
- Scully –con voz impostada para transmitir una seguridad que, en aquel preciso momento, no tenía-.
- Hola agente.
- ¿Quién…? –Scully no podía salir de su asombro-. ¡Krycek!
- Felicidades mi querida Dana. No has dudado ni un segundo –riéndose estrepitosamente-.
- ¡Cómo te atreves a llamarme! ¡Eres un cínico!
- Uy, uy, uy, controle sus modales, agente. No es propio de una chica católica como usted soltar tales exabruptos.
- Maldito seas, Krycek. ¿Qué quieres?
- Ayudarte. Hoy me he despertado generoso.
- ¡Vete al cuerno!
Y colgó. Fue un acto totalmente irracional e impropio de ella. Pero hablar con Krycek, precisamente ahora, le revolvía el estómago. Sólo esperaba no tener que arrepentirse de ello. El claxon de un coche que circulaba por el carril contrario y contra el que casi se estampa al invadir su espacio fue la última advertencia: necesitaba serenarse si quería llegar al hospital de una pieza. Lo mejor era detener el vehículo en el área de servicio más cercana y tranquilizarse.
Llevaba apenas un par de minutos con el motor apagado y su frente apoyada en el volante cuando su móvil volvió a sonar. “Es él”. Lo sabía, como sabía que debía responder si quería descubrir el por qué de todo ese embrollo. “De tripas, corazón”. Respiró profundamente y descolgó.
- ¿Qué quieres, Krycek?
- Directa. Eso me gusta de ti, Dana.
- Agente Scully. Dana es sólo para la familia o los amigos y tú no formas parte de ninguno de estos dos grupos, Krycek.
- Alex. Puedes llamarme Alex. Yo no soy tan supersticioso con lo de los nombres como vosotros dos.
- ¿Cómo quien, Krycek? –enfatizando su nombre a modo de reproche-. ¿Te refieres a Mulder y a mí?
- Qué monos… -estallando en una sonora risotada-. Sois tan ridículos que llegáis a ser entrañables. “Mulder y Scully”, es increíble. ¡Darías vuestra vida el uno por el otro y no sois capaces ni de llamaros por el nombre!
- ¿Querías algo o simplemente discutir sobre…?
- Te lo he dicho antes y lo repito ahora: ayudaros.
- Permíteme que lo dude. Sé que estás detrás de todo esto. Desconozco las razones aún, pero las descubriré, y siento comunicarte que tengo pruebas que demuestran la inocencia de Mulder. Murió ahogada y no a causa de la bala. ¡¿Me creías tan estúpida como para no averiguarlo?!
- Nunca te he subestimado. De hecho, sabía que lo descubrirías. Es más, contaba con ello, Dana –haciendo hincapié en su nombre. Estaban entablando una guerra dialéctica, y Krycek no daría su brazo a torcer-. Pero a estas alturas ya habrás intuido que no fue una casualidad, estaba previsto de antemano que lo descubrieras. ¿Y sabes por qué? Porque no era importante. Para cuando sacaras a relucir la verdad ya sería demasiado tarde para Mulder. Poco importaría para entonces que él la hubiera o no la hubiera matado. Ellos tendrían lo que querían.
- ¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¡¿Y qué es lo querían?! –propinándole un golpe al volante del coche-.
- Shhhhht, Dana… –con voz paternalista-. No te alteres, que el volante no tiene la culpa de nada.
Y antes de que Scully pudiera calibrar el alcance de sus palabras, vio estupefacta cómo Krycek se apeaba de un sedán negro que estaba estacionado a apenas a unos metros de su coche. “Me ha seguido, ¡durante todo este tiempo lo he tenido delante de mis narices!”.
- Te espero en la cafetería. Tenemos que hablar –había abandonado su tono jocoso por uno más frío que logró helarle la sangre a Scully-.
Y acto seguido colgó. Ella permaneció durante unos segundos con el móvil en la mano oyendo el constante pitido de la línea muerta. Estaba tan desorientada por el rumbo que estaba tomando este asunto que dudaba si salir del coche y seguir a Krycek o simplemente huir hasta el hospital donde Mulder luchaba por recuperar la conciencia. Si él despertaba y se enteraba que se había reunido con Krycek no la perdonaría jamás. Aún recordaba las semanas que siguieron a su escapada con el Fumador y la mirada de decepción y desaprobación de Mulder. Una mirada que aún hoy, con sólo recordarla, le abría viejas heridas. “No puedo traicionarle de nuevo, pero…”. Un golpe seco en la ventanilla del conductor la devolvió a la realidad. Era Krycek.
- Bueno, decídete. No tengo todo el día –Krycek empezaba a impacientarse-.
- De acuerdo –y se apeó del coche con la sensación de estar cometiendo una terrible equivocación-.
“Espero que puedas perdonarme, Mulder”. Scully temía que todo fuera una trampa y que esta reunión improvisada fuera una pieza más del engranaje. Lo único cierto es que estaba a su merced. Sólo podía esperar no tener que arrepentirse de ello.
- Aquí me tienes. ¿Y ahora qué?
- Ahora sólo escucha. En primer lugar debes saber que me arriesgo y mucho contándote esto.
- Vaya, qué considerado –con sarcasmo-.
- No te confundas, todo tiene un precio en esta vida. Esta vez os ayudaré, pero no creas que será de forma altruista. Quizás ahora no os pediré nada, quizás no os lo pida nunca.
- Lo dudo, Krycek. Tú nunca das nada gratis.
- Pero si algún día necesito vuestra colaboración –recuperando su argumentación sin prestarle atención a la interrupción de Scully- espero no tener que refrescaros la memoria.
- ¿Eso es todo? ¿Éstas son tus condiciones?
- Sí. Ni más ni menos.
- Bien –Scully sabía que estaba haciendo un trato con el mismísimo Diablo, pero necesitaba saber la verdad. Por Mulder-.
- De hecho es tan simple, que aún no sé cómo no se me ocurrió a mí antes –exhibiendo una cínica sonrisa-. El plan era eliminar a Mulder sin tener que apretar el gatillo.
- Pero, ¿cómo? ¿por qué? ¿Y por qué ahora?
- El cómo me lo reservo para luego. ¿Por qué? Pues porque lo que convierte en peligroso a Mulder es que lucha por una causa, se puede eliminar al hombre pero no a la causa. Es más, al eliminar al hombre corres el peligro de convertirlo en inmortal, a él y a su causa. Y luchar contra fantasmas es una empresa deficitaria. ¿Y por qué ahora? Porque se está acercando demasiado y los de arriba se están impacientando. Le temen, agente Scully.
- ¿Y qué pensaban hacer? ¿Obligarle a encañonarse y dispararse? ¡Eso es una estupidez!
- ¿Acaso Mulder no ha hecho estupideces antes? –dejando entrever una sonrisa burlona-.
- ¡Pero nunca ha intentado volarse la cabeza! –Scully sabía que eso no era cierto. Aún se acordaba del caso Modell, cuando Mulder se disparó, pero eso Krycek no lo sabía-.
- Agente Scully, voy a contarle una historia, a ver si así entiende de qué va todo este asunto. Había una vez un molesto, aunque brillante agente del FBI, que desde un roñoso sótano luchaba por una causa perdida y gritaba, a quien quisiera oírle, que los extraterrestres en colaboración con el gobierno estaban preparando una invasión de la Tierra. Para silenciar a este incómodo personaje decidieron asignarle una compañera. Ella era, además de joven y ambiciosa, una científico. O sea, la antítesis del agente. Era perfecta para sus planes. O al menos así lo creyeron en un principio. Pero se equivocaron, porque en la ecuación no tuvieron en cuenta ni el factor humano ni el azar. Y así fue cómo la espía se convirtió en aliada.
- Krycek, ¿por qué me estás contado esto? –jugueteando incómodamente con las llaves del coche, que repicaban intermitentemente sobre la mesa de esa cafetería desierta-.
- Tranquila, no te impacientes, todo a su debido tiempo –y retomó la conversación donde Scully le había interrumpido-. Durante sus años de colaboración intentaron varias veces separarles, incluso llegaron a tenerlos en el punto de mira en varias ocasiones. Pero siempre creyeron que, muertos, serían aún más peligrosos que vivos. ¿Va reconociendo a los personajes, Dana?- riéndose burlonamente-. De ahí la amnistía de la que han disfrutado durante estos siete años. Nadie podía liquidarles, órdenes de arriba. Pero la amnistía se ha acabado. Cambio de jefes, cambio de normas. Y ahora, los que les querían vivos, han puesto precio a vuestras cabezas. Bueno, a la de Mulder, porque han comprendido que, por el precio de uno, podían sacarles de en medio a los dos. En este tablero de ajedrez, Mulder es el rey. ¿Pero qué sería del rey sin una reina que le cubra las espaldas? Nada. Y tú, mi querida amiga, eres esa reina, en esta partida tú eres la reina de Mulder. ¿Qué te parece? –esbozando una sonrisa irónica-.
- Me parece que no sé de qué coño estás hablando, Krycek. Si no vas a añadir nada más, me marcho, Mulder me espera en el hospital –e hizo el amago de levantarse, pero fue interrumpido por Krycek quien de un tirón la obligó a sentarse de nuevo-.
- La tenía por una persona más despierta, agente. Aunque claro, el “brillante” –con un tono sarcástico- siempre ha sido Mulder, ¿verdad?
- ¿Qué es lo te ha hecho para odiarle tanto? –mirándole con furia-.
- ¿Mulder? Existir. Eso es lo que ha hecho. Pero no te confundas, los motivos personales que me enfrentan a él nunca influirán en mi toma de decisiones. En eso, Scully, y aunque la idea te resulte vomitiva, nos parecemos mucho tú y yo. Los dos somos muy fríos, aunque mi frialdad y la tuya son de naturaleza muy distinta. Quien sabe, quizá en otras circunstancias podríamos haber intimado –riéndose abiertamente-.
- Lo dudo, Krycek. Las ratas nunca me han resultado atractivas. Ni tan sólo como animales de compañía.
- Siempre me preguntaba qué narices podía ver Mulder en ti. Y ahora empiezo a verlo claro… Quizá no está tan loco como la gente cree –mirándola con descaro y cierta lascivia-.
- ¿Hasta cuándo va a durar esta farsa? –bajando la mirada incómoda-.
- Te estoy dando la salvación de tu compañero en bandeja y tú aún desconfías de mí! –con ironía-.
- ¡Yo no veo que me estés dando nada! Es más, creo que me has traído hasta aquí con el único fin de entretenerme, dejando vía libre a tus compinches para llegar a Mulder. ¡Se acabó, me voy!
- Siéntese, agente. No me haga obligarla a permanecer en su sitio –apuntándola con una pistola desde debajo de la mesa-.
- Serás cabrón… -y volvió a tomar asiento-. ¿Qué quieres de mí?
- Nada. Ahora, ya nada. Todo el mundo tenía un papel en esta representación, y el tuyo era ser el señuelo. Un señuelo un tanto especial: lo eras sin serlo activamente. ¿Has jugado alguna vez a las sombras chinas, Scully?
- ¿Cómo?
- ¿Qué es lo que no has entendido de la pregunta?
- Sí, he jugado… -moviéndose incómoda en el asiento-. Cuando era pequeña, Missy y yo… -y se detuvo en seco, era una auténtica aberración estar hablando de Missy ante la persona que la había asesinado-.
- Así sabrás que en las sombras chinas nada es lo que parece. Es el gran juego del engaño. Pues bien, lo que viste en esa habitación de motel era la puesta en escena de este juego ancestral, aunque con personas de carne y hueso en vez de cartulinas. Y en esa representación el final estaba establecido de antemano: él y ella morían. ¿Trágico? Sin duda.
- Pero…
- ¿Cómo? ¿Era ésta la pregunta? Bueno, ella ya sabe cómo. Asfixiada.
- ¿Por qué?
- Porque a veces, para llegar al rey, hay que sacrificar algún peón. Y Karen era el peón perfecto: tenía la estatura, la pigmentación de piel y las medidas corporales adecuadas. Sólo le fallaba una cosa: el pelo. Era negro, y debía ser rojizo. Pero nada que una peluca no pudiera solucionar.
- ¿Queríais que Mulder creyera que era yo? –Scully estaba empezando a encajar las piezas y no le gustaba nada la forma que estaban dibujando-. ¿No hubiera sido mucho más fácil que me hubieras elegido a mí?
- Sí, fácil sin lugar a dudas. Pero debes caerle bien a alguno de los altos cargos porque, por el momento, te prefieren viva –mostrando sus dientes como un depredador hambriento ante su preso-.
- Pero… ¿Por qué? ¿Qué ganabais con eso?
- Scully, no me digas que aún no eres consciente del poder que ejerces sobre Mulder? Tú, señorita escéptica, eres su talón de Aquiles. Mulder lo sabe, ellos lo saben, Skinner lo sabe… Y ahora, por fin, lo sabes tú. ¿Cómo te sientes? –burlándose descaradamente de ella-.
Y sin darle apenas un segundo para responder a una pregunta que no buscaba respuesta, Krycek le contó a Scully los entresijos de un plan en el que ella, para su sorpresa, era la pieza clave. Sentada en esa solitaria cafetería a pie de carretera, Dana Scully comprendió el lugar que ocupaba, no sólo en los Expedientes X, sino sobre todo, en la vida personal de Mulder. Y fue precisamente uno de sus peores enemigos, aquel que por equivocación había asesinado a sangre fría a su hermana cuando la buscaba a ella, quien la enfrentó con la realidad. Fue ante una ya fría taza de café cuando Scully comprendió la perversión del plan. En él, Mulder debía despertarse, convenientemente drogado para nublarle el juicio, junto al cuerpo inerte de una mujer que, por todo, incluso por el perfume, le recordaría a Scully. Si lograban hacerle creer esa farsa, la partida estaba perdida para Mulder. Krycek y los hombres para los que trabajaba sabían que él nunca podría vivir con la muerte de Scully en su conciencia y, sin dudarlo un segundo, se quitaría la vida. Quizá en condiciones normales ésa no fuera su reacción inmediata, pero con el cuerpo atiborrado de LSD y el juicio nublado por sus efectos paranoides, el suicidio se presentaba como la mejor opción. El arma junto a la mesilla de noche también ayudaba a la concreción del objetivo. No debían darle ni un segundo para pensar más de la cuenta. Mulder era impulsivo. Y una pistola al alcance de la mano, era demasiado tentador...
- Pero algo falló –interrumpió Scully el monólogo de Krycek-.
- Sí. Lo que falló es la cantidad de LSD suministrada. Debía darle una dosis lo suficientemente alta como para dejarle el cerebro como un queso gruyère, pero no lo hice. Aunque no lo creas, Mulder y tú me sois mucho más útiles con vida que muertos. Sabía que la decisión de echar mano de la pistola se daría sólo si Mulder estaba en un estado casi comatoso. Así que, simplemente, sustituí el LSD por un cóctel explosivo de drogas sintéticas que, en el peor de los casos, le causarían una jaqueca insoportable y le obligarían a una severa limpieza de estómago.
- ¿Y todo esto sólo para que Mulder se suicidara? –Scully no salía de su asombro-. ¡¿Y por qué no matarlo?!
- No bastaba con matar al hombre, debíamos matar su causa. La muerte en circunstancias tan deshonrosas de Mulder, y con el agravante de asesinato de una mujer inocente, acabaría con su leyenda, su legado y, sobre todo, su lucha. Ni su fiel compañera, hubiera recogido el testigo. Porque nunca se lo hubieras perdonado. Una mujer despechada es muy peligrosa –riéndose con descaro mientras se levantaba dispuesto a irse-. Y aunque hubieras logrado demostrar la inocencia de Mulder, el daño ya hubiera sido irreparable. Tú no te hubieras perdonado nunca el haber dudado de él y el resto de compañeros del FBI… Bueno, ya sabes que siempre es más tentador creerse una morbosa mentira que una descafeinada verdad.
- ¿Y ya está? ¿Me cuentas esto y te vas? –Scully estaba desmontada, emocionalmente derruida-.
- Ah, me olvidaba –girándose a medio camino de la cafetería para mirarla-. Y colorín colorado esta historia se ha acabado. Cuídese, agente. Le diría que le diese un beso de mi parte a Mulder, pero creo que este inofensivo gesto sería demasiado osado para vosotros.
- ¡Krycek!
- ¿Sí? –deteniéndose sin girarse a mirarla-.
- Desinféctate esos arañazos si no quieres tener que acordarte de Karen cada vez que te mires en el espejo –con cierto desdén en la voz-.
Y sin volver la vista atrás, Krycek abandonó la cafetería con una sonrisa socarrona en los labios. “Maldita doctora…”.
Sabía que, esta vez y sin que sirviera de precedente, les había salvado la vida. Y, a pesar de estar en bandos opuestos, se sentía satisfecho por ello. Y precisamente este inesperado y contradictorio sentimiento le tenía del todo desconcertado.
Llevaba tanto tiempo esperando ver a Mulder vencido, derrotado y humillado que, cuando una semana atrás se le presentó la oportunidad de deshacerse de él para siempre, se enfrentó por primera vez en mucho tiempo con su conciencia. Y tras mucho meditarlo se dio cuenta de que en realidad no deseaba matarlo, que la satisfacción que obtendría con su muerte nunca podría compararse a todas las pequeñas batallas que le había ganado hasta ahora y a las muchas que aún les quedaban por librar. Mulder era un excelente contrincante, le hubiera costado mucho encontrar otro que estuviera a su nivel. “Excusas”, se repetía a sí mismo.
Pero había otra razón, Krycek era sumamente orgulloso. Sí, siempre había soñado con derrotar a Mulder, pero no así. Por una vez en su miserable vida, quería vencerlo de manera justa y no con artimañas y juegos sucios, como era habitual en él. No sabía porque, pero Mulder siempre conseguía hacerle sentir como un miserable, un vil traidor capaz de vender a su propia madre con tal de salvar su trasero. Y era cierto. Normalmente podía vivir con ello, de hecho con el tiempo había aprendido a soportarse a sí mismo. Pero cada vez que se enfrentaba a él y a su inquisidora mirada, se desmoronaba. Mulder podría ser un cabronazo, pero no se merecía morir como un miserable. “Aún no era tu hora, chico del FBI. Aunque yo de ti me guardaría las espaldas, esa mujer será tu perdición”.
Krycek no podía fechar exactamente la metamorfosis de Mulder. A pesar de haberle seguido los pasos muy de cerca durante los últimos años, era incapaz de determinar con exactitud cuándo dejó de ser ese cabrón imprevisible que despertaba en él, y por igual, fascinación y aberración. De lo que no tenía ninguna duda era del causante de dicha metamorfosis: Scully. Ella había logrado, sin pretenderlo, lo imposible, lo que nunca nadie antes había conseguido: doblegar a Mulder, humanizarlo y, con ello, convertirlo en un ser terriblemente vulnerable. Y mientras pensaba en lo irónico de todo el asunto, Krycek introdujo las llaves en el contacto del coche y abandonó el parking de la cafetería tal y como llegó: sin previo aviso.
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Habían transcurrido un par de minutos desde que Krycek había salido de la cafetería, y Scully permanecía sumida en sus cavilaciones. Levantó su mirada de la taza de café que continuaba intacta y, a cámara lenta, la fijó en el exterior. No le sorprendió comprobar que el único rastro de Alex era la polvareda que había levantado su sedán al abandonar el aparcamiento. “Maldito seas, Krycek”, y una lágrima resbaló a traición por su rostro, hasta entonces impasible, nublándole la vista. Quizá ése era su estado natural, con la vista nublada, viendo una realidad desenfocada, sin ser consciente de ello. “Han estado jugando con nosotros a su antojo desde el principio…”, y en un acto reflejo se tapó la boca para contener un sollozo que nacía en lo más profundo de su maltrecho corazón. Sabía que debía salir de ahí, pero se sentía tan vulnerable que temía dar un paso y desintegrarse. ¡Zas! Convertirse en nanomotas de polvo sin que nadie reparase en ese fenómeno paranormal. “¿Paranormal?”, y se echó a reír. “Qué era paranormal y qué no lo era, ahora?” Scully sentía como si hubieran cambiado el sentido de rotación de la Tierra y ella fuera la única de la Humanidad pendiente de reajuste. Se sentía desubicada, frágil y culpable. Sí, culpable, porque mientras Krycek le contaba el “plan perfecto” que Ellos habían trazado, ella ya había decidido ocultárselo todo a Mulder. Él no podía saber nada, ¿qué ganaría explicándole que toda su lucha, sus creencias, su fe… Que todo su mundo era una farsa y que ellos eran títeres sin ser conscientes de ello? “Hemos seguido las pistas que nos han dejado. Nunca hemos sido libres, nunca hemos tenido el control de nada… Somos como Hansel y Gretel, sólo que estamos siguiendo las miguitas de pan que Ellos nos ponen en nuestro camino”.
Sí, quizá Krycek le había salvado la vida a Mulder. Pero igualmente había ganado, como siempre. Y ellos habían perdido, también como siempre. Les había obsequiado con un caramelo envenado. Mulder viviría, al menos por ahora, ¿pero a qué precio? Al precio de un sueño y una traición. Por eso no podía contárselo, no después de haber edificado su vida adulta sobre unos cimientos que, ahora, se descubría que eran de fango. No podía decirle que él, que buscaba la Verdad, estaba viviendo una gran mentira. Ella podría seguir adelante, al menos tenía una familia. Pero Mulder… ¿Quién le quedaba a Mulder? “Sus malditos pececitos de colores”, riendo con lágrimas en los ojos.
“Y después estamos nosotros… Nosotros. Que raro suena. Siempre Mulder y Scully, Scully y Mulder. Nunca nos hemos permitido hablar de un nosotros, ni siquiera plantearnos un mañana juntos. Y llega ese cabronazo y sin pestañear derrumba mi mundo. Talón de Aquiles. Eso es lo que me ha llamado. ¿Acaso crees que no lo sabía, Krycek? Mi cuerpo lo sabía, pero mi mente siempre le obligaba a retractarse. ¡Dios, qué estúpidos hemos sido! Si no fuera patético sería divertido. Tanto esfuerzo por mantenernos separados, para no darles razones para manipularnos o utilizarnos el uno contra el uno y casi mueres anoche, precisamente, por no poner sobre la mesa nuestros sentimientos. Si ese funesto día en el hospital en vez de mi estúpido “lo que faltaba Mulder” te hubiera dicho “Yo también”, ahora mismo no estaría desintegrándome en esta cafetería. Quizá, sólo quizá, estaríamos preparando el almuerzo en casa, la tuya o la mía, de hecho poco importa el lugar, porque ya hace tiempo que mi hogar está donde estás tú. Tampoco estaríamos a salvo, pero al menos vería tu reconfortante mirada al despertar”.
Una vibración procedente de su chaqueta, que había dejado olvidada sobre su regazo, la abstrajo de sus pensamientos. “El móvil. ¡Mulder!”. Tenía tres llamadas perdidas y todas eran de Skinner. Era sobre Mulder. Se había despertado. Estaba bien. Todo parecía normal. No había daños cerebrales. Le habían hecho un severo lavado de estómago. Había preguntado insistentemente por ella. En sueños y despierto.
- Voy para allá, señor.
Una semana más tarde
Apartamento de Mulder
- Scully, aún no me has contado cómo resolviste tú solita el caso. Llevas toda la semana dándome esquinazo.
- Secreto profesional –guiñándole un ojo-.
- Oh, vamos… La última vez que te dejé sola con un expediente X terminaste con un tatuaje y el ojo morado.
- Pero resolví DOS casos –reforzando sus palabras con el signo de victoria-.
- ¡Sí, pero a qué precio!
Esa respuesta tomó por sorpresa a Scully, que optó por sumergir su cabeza en la nevera con una vil excusa con tal de esquivar la inquisidora mirada de su compañero. “Si supieras el precio que he tenido que pagar por éste, Mulder, no me lo perdonarías jamás”.
- Scully, ése es el peor truco que te he visto hacer para evitar contestarme –riéndose desde el sofá-. Por cierto, ¿qué esperas encontrar en mi nevera? ¿La prueba de que existen otros mundos? Sí, los hay, y todos ellos viven dentro de ese aparato –señalando el refrigerador con el dedo-. Venga, ven para acá –dando palmadas al asiento del sofá-.
- Ya voy, Mulder. ¡Ey, mira lo que he encontrado! –enseñándole su trofeo-.
- Una lata de té helado… Vaya, ya sabes lo que dicen, ¿no? Si eso es té helado, esto es amor –alzando seductoramente las cejas-.
- ¡Mulder, no vale, lo has visto! –acercándose al sofá con dos vasos-.
- Scully… -poniéndose serio de golpe-. ¿Me vas a contar lo que pasó desde que llegó la ambulancia hasta que Skinner te localizó seis horas más tarde?
- Mulder… No… Nada… En realidad no pasó nada de especial. Simplemente tuve una corazonada y la seguí. ¿Qué hay de raro? Tú lo haces siempre y yo no te pido explicaciones por eso.
- Sí, pero tú no eres yo. ¡Por suerte! Nuestra relación hubiera sido muy complicada de ser así –con claras dobles intenciones-. ¿Sabes? Nunca me han gustado los hombres, aunque midan un metro noventa y sean tan irresistibles como yo –guiñándole un ojo-.
- Oh, Mulder –dándole un golpecito en el hombro-. Eres insoportable.
- Lo sé. De hecho, aún no sé cómo me aguantas.
- Por dinero. Por el vil metal. Es una apuesta que tengo con Skinner. Un dólar por cada día de trabajo a tu lado. Así que empieza a hacer cálculos. 365 días al año, porque contigo los festivos no cuentan, multiplicado por uno y el resultado a su vez multiplicado por siete… ¡Más de 2.500 $! –mirándole a los ojos conteniéndose la risa-.
- Vaya, si llego a saber que eres tan fácil de sobornar…
- ¿Qué? ¿Qué hubieras hecho?
- ¿Tú qué crees, Scully? –acercándose peligrosamente a ella-.
- Mulder… -sabía que estaban a un paso. Sólo debía dejar las cosas suceder… de nuevo. Pero la costumbre le jugó una mala pasada y se separó de él dejando el suficiente espacio entre ellos-. Es tarde. Ya deberías estar en la cama.
- ¿Eso es una invitación, agente?
- No, una orden.
- Oh, venga Scully –con fastidio-. ¿Dónde está la interesante conversación que estábamos manteniendo hace treinta segundos? ¡Devuélveme a mi Scully! –cogiéndola de los hombros y zarandeándola suavemente- ¡No quiero a la doctora de cabecera, quiero a mi compañera! –sonriendo con malicia-.
- Mulder… Venga, métete en la cama de una vez –tirando de él de los brazos para que se levantara del sofá-. Y no, hoy no dormirás en el sofá. Ni tus pucheros ni tu mejor carita de súplica te salvarán de meterte en la cama. Necesitas descansar y el sofá no es la mejor opción para tu dolorido cuerpo.
- De acueeeeeeerdo. ¿Pero si me meto en la cama me contarás un cuento?
- Mulder, con tal de que te vayas a dormir haré lo que quieras.
- ¿Lo que quiera? Si yo fuera tú, sopesaría un poco más mis palabras, Scully. Ya sabes que tengo mucha imaginación…
- ¿Ah, sí?
- Además, no sabemos qué secuelas puede haber ocasionado en mi ya de por sí enfermo cerebro ese cóctel explosivo de drogas sintéticas.
- Pues sorpréndeme, Mulder. ¿Qué quieres? –poniéndose frente a él con las manos en jarra-. Dime, ¿qué puedo hacer por ti? –mirándole divertida-.
- Scully, hemos jugado muchas veces a este juego. Pero siempre solemos detenernos justo a tiempo. Y creo que darme carta blanca para hacer lo que quiera contigo un sábado por la noche en mi apartamento con té helado de por medio sobrepasa esa línea imaginaria…
- ¿Y?
- ¿Cómo que y?
La cara de suma sorpresa de Mulder fue inteligentemente aprovechada por Scully para deshacer sus insinuaciones lingüísticas hasta situarse, de nuevo, en terreno neutral, justo detrás de esa frontera imaginaria que ambos habían trazado años atrás sin saber ni cómo ni por qué. “Unas risas y todo olvidado”, pensó.
- Mulder, deberías verte ahora mismo con mis ojos –riéndose-. Tu cara es un poema. ¡Ni que hubieras visto un fantasma!
- ¿Eso significa que me he quedado sin regalo? –haciendo pucheros-.
- Sí, se te ha agotado el tiempo, amigo.
Y tras cubrir a Mulder con el edredón, se sentó en la cama, a su lado, deleitándose con esa imagen. Un Mulder con cara a sueño, con los ojitos diminutos a medio cerrar, el pelo alborotado, una de sus piernas intentando escaparse de la prisión del edredón por el lateral de la cama hasta quedar totalmente al descubierto y esos labios entreabiertos que le licuaban el alma.
“Cuanto tendremos aún que esperar, Scully”, pensó Mulder. Y fue entonces, para su sorpresa, cuando Scully le besó. De nuevo. Fue un beso tan tierno como inesperado. Nada que ver con el de 20 días atrás. Sus labios apenas se rozaron unos segundos, pero fue suficiente para que Mulder abriera los ojos de par en par, desorientado y sorprendido ante la impulsiva reacción de su compañera. A diferencia de él, Scully se tomó su tiempo, quería retener en su memoria todas las sensaciones que este tímido contacto había provocado en ella. La primera vez la pilló por sorpresa, ésta debía darle material suficiente para vestir de realismo los huecos que su imaginación no podía llenar durante las interminables noches insomnes en las que soñaba con él. Con los dos. Desnudos. En la cama. O en cualquier superficie capaz de sostenerlos.
Sólo cuando se hubo separado del todo de Mulder, se enfrentó a su mirada suplicante.
- ¿Y esto?
- Esto… Esto fue un encargo, Mulder. Ahora descansa. Nos vemos mañana.
Y tras estas palabras, depositó su dedo índice sobre sus labios y se levantó para irse. Fue cuando llegó al umbral del dormitorio cuando se detuvo, y tras unos segundos de duda, se giró hacia Mulder, que seguía en la misma posición en la que lo había dejado, y le obsequió con una de sus mejores sonrisas, aquella que Mulder había bautizado tiempo atrás como “SupersonrisaScully”. Durante los siete años que llevaban trabajando juntos, sólo había visto ofrecérsela a dos personas: a su padre y a Émily. Y ahora, se la regalaba sin más a él. “Sin duda, he hecho algo realmente bueno en otra vida”, pensó para sus adentros.
- Scully…
- ¿Sí?
- Recuérdame que le de las gracias a esa persona cuando la vea.
Ante lo absurdo de la situación, Scully se echó a reír.
- Ay, si supieras… –dijo para sí misma en voz baja-.
- Scully… ¿Tengo motivos para estar celoso? –preguntó en tono burlón-.
- No, Mulder. Créeme, si quisiera un animal de compañía me compraría un perro.
- Scully…
- ¿Dejarás que me vaya? –bromeando y dándose la vuelta de nuevo desde el quicio de la puerta-.
- No. Quédate conmigo. Esta noche –con mirada suplicante-.
Y, sin dar respuesta a su pregunta, Scully se giró y se encaminó con paso seguro hacia la puerta. Fue entonces, cuando tenía el pomo entre las manos, cuando se dio la vuelta de nuevo y lo vio de pie, vestido tan sólo con los pantalones del pijama, que a contraluz evidenciaban que Mulder y la ropa interior nunca se habían llevado muy bien. Al menos para dormir… Con los brazos en cruz apoyándose en el quicio de la puerta, como si temiera que si se soltaba fuera a caerse, la llamó una vez más.
- Scully, al menos me merezco una respuesta –con expresión dolida-. Es la segunda vez que me dejas así en unas pocas semanas. No habrá una tercera.
- Mulder…
- No, Scully. Basta ya de huir, de inventarse una burda excusa para dilapidar estos escasos momentos de intimidad que ni tú ni yo, a pesar de poner todo nuestro empeño en ello, somos incapaces de evitar. Estoy cansado, Dana. Cansado de luchar y de rebelarme contra todos, incluso contra mí mismo. Yo, que presumo de buscar la verdad por encima de todas las cosas, huyo de ella en lo más básico: mis sentimientos. Soy un cínico, Scully. Un cínico y un cobarde. Y ya no puedo seguir así. No más.
- Mulder… eh…
- Scully, si no estás dispuesta a ser sincera conmigo, y al menos por esta vez, contigo misma, no digas nada más. Creo merecerme, al menos, esto de ti –retándola-.
- Mulder… -sonriendo-. Sólo iba un momento al coche. Antes me he olvidado de subir la bolsa con mis cosas. ¿No querrás que mañana me presente a la oficina con la misma ropa de hoy, verdad? No es necesario proclamarlo a los cuatro vientos, ¿no crees?
Y antes de que tuviera tiempo a encajar las implicaciones de la respuesta de su compañera, Scully ya había cerrado la puerta tras de sí. Fue entonces cuando Mulder supo que en el momento que oyera, en sentido inverso, ese rítmico taconeo que ahora se alejaba de la puerta 42 hacia el ascensor, el contador de su vida se pondría a cero.
Eplílogo
Durante su estancia obligada en el hospital, Mulder había meditado mucho sobre ello y todas las hipótesis desembocaban en la misma extraña y surrealista conclusión: sus casi 40 años de “vida” habían sido un arduo entrenamiento cuyo única finalidad era llegar, preparado y con el bagaje suficiente, al momento mágico en el que se encontraba ahora mismo. Para enfrentarse, medio desnudo, medio sedado, medio excitado, y con el cuerpo medio dolorido, a la mujer que debía poner a cero el contador de su nueva vida. Y esa mujer, que ahora mismo estaba sacando del maletero de su coche una pequeña bolsa de viaje, no era ajena a su destino. Hacía tiempo que ambos lo habían entendido. A su manera y por separado, habían llegado a la misma conclusión nunca revelada: se pertenecían. Desde siempre y para siempre. Podían negarse a aceptarlo, patalear como críos, o lanzarse a los brazos de la primera chupasangres (en sentido literal) que se cruzara en su camino, pero todo eso no cambiaba nada. Sólo lo empañaba, lo “ensuciaba”. Por encima de todo, el vínculo seguía ahí, intacto, inalterable. Único.
Mulder había tomado plena conciencia de ello años atrás, durante esa interminable noche en el hospital, cuando arrodillado a los pies de la cama y entrelazando sus manos con las de ella, como si rezara a un Dios en el que no creía, rompió a llorar desconsoladamente como un niño. Desde la desaparición de Sam no había llorado con la misma desazón y angustia. Le ardían las mejillas y le faltaba el aire. De hecho, si la perdía a manos de esa enfermedad invisible que le estaba “devorando” el cuerpo y cerebro, no le importaba no respirar nunca más. Esa noche llegó a casa borracho de amargura y devolvió hasta el alma en el inodoro. Nunca antes había estado tan asustado ni tan perdido.
Por eso, la inesperada llamada de Krycek cuando aún estaba convaleciente en el hospital y, oportunamente, Scully hablaba con el doctor en el pasillo, no le afectó lo más mínimo. Krycek se lo contó todo: le querían muerto y deshonrado y le habían tendido una trampa usando sus sentimientos por Scully como cebo. Él mismo, personalmente, se lo había contado a ella y ahora le llamaba sólo para que estuviera al corriente. “Sabía que esa pelirroja no te contaría nada. Sus sentimientos por ti se lo impiden. ¿Sabes? Creo que sería capaz de ir al desierto en busca de hielo si con ello consiguiera evitar hacerte sufrir. El amor es un sentimiento bien estúpido… Puedes llamarme hijo de puta por contártelo, sabes que no me importa y que además, es probable que tengas razón. Pero no quería que te recuperaras sin que fueras consciente del sacrificio de esa pelirroja –riéndose-. Ahora, lo que hagas con esta información es cosa tuya”. Y colgó. Mulder creó entrever, en esa rápida conversación con Krycek, cierto atisbo de envidia, aunque desestimó de inmediato esa posibilidad. La envidia era un sentimiento demasiado humano para Krycek.
Esa llamada, que en otro momento le hubiera llenado de furia, ahora no le preocupaba lo más mínimo. Lo único que le dolía era saber que Scully tuvo que enfrentarse, sola y cara a cara, con esa alimaña. Mulder era consciente de los sentimientos que Krycek desataba en ella. No era odio, era algo más primario, más irracional si cabe. Un inestable sentimiento para el cual aún no se habían inventado un nombre. Y a pesar de todo, a pesar de tener que compartir tiempo y espacio con el asesino de su hermana, ella aceptó la “cita” sólo por él. Y Mulder la amaba, aún más si cabe, por ello. Por eso, minutos más tarde, cuando ella entró de nuevo en esa fría habitación, él la miró como si fuera la primera vez que se veían. Como si su maldito pasado lleno de remordimientos, culpas, miedos e inseguridades no hubiera existido nunca. Como si, en ese higiénico cuarto de hospital, él hubiera renacido de nuevo.
- Mulder, ¿qué ocurre? –mirándole con extrañeza-.
- Ven –y la agarró delicadamente de la mano hasta entrelazar sus dedos con los de ella-.
- Mulder… Ni que hiciera años que no me ves –dijo entre risas y con cara de sorpresa-.
- Años no, toda una vida.
Y no dijo nada más. Ella tampoco preguntó. Formaba parte de su juego: cuando lo dicho o hecho era demasiado comprometedor para ellos, corrían un tupido velo como si las palabras nunca hubieran sido formuladas… O el beso nunca hubiera sido dado.
“Hasta hoy”, pensó Mulder tras aparcar esos recuerdos y volver al presente. Con él medio desnudo, medio sedado, medio excitado, y con el cuerpo medio dolorido de pie en el salón de su apartamento, ahora en penumbra y en silencio. Un silencio roto, tan sólo, por el ruido metálico de una llave al introducirse en la cerradura y el chasquido de la puerta al abrirse.
Si en ese preciso y mágico momento, dejabas volar tu imaginación, incluso podías oír a lo lejos, como una hipnótica melodía de otra época, el constante e inalterable discurrir de los segundos en ese imaginario contador que Scully, al entrar esta noche en el apartamento 42, había puesto a cero. Y en marcha.
FIN
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